Del mismo modo que otros grandes artistas que han dejado una huella imborrable en la historia de la cinematografía norteamericana, como Hitchcock, que emprendió a finales de los años 50 y primeros 60 un viaje hacia la muerte conformado por ‘Vertigo’ (1958), ‘North by Northwest’ (1959) y ‘Psycho’ (1960), Clint Eastwood lleva los últimos años emprendiendo idéntico viaje, pues con sus últimas realizaciones va acercándose más y más a la propia muerte, tanto vital como temáticamente. ‘Mystic River’, ‘Million Dollar Baby’, ‘Flags of our Fathers’, ‘Letters From Iwo Jima’, ‘Changeling’ y por fin este ‘Gran Torino’, son peldaños, cada vez más oscuros y desesperanzados, pero también gozosos en su plenitud, hacia la muerte.
Hay quienes, después del estreno hace pocos meses de ‘Changeling’, un filme mucho más de estudio, que aceptaba unos cánones clásicos que siempre han sido ajenos a un falso clásico como Eastwood, han valorado su último largometraje como menor dentro de la brillantez y lucidez de sus últimos tiempos, aduciendo que es una historia pequeña y aunque emocionante con menor mérito que, por ejemplo, ‘Letters from Iwo Jima’. Y lo cierto es que nos encontramos ante una de las más complejas, impredecibles, libérrimas y hermosas películas de toda la carrera, como director, productor y actor, de este hombre irrepetible.
En este último capítulo de ese viaje hacia la muerte, Clint Eastwood regresa a la interpretación dando vida a un personaje homófobo, gruñón e inaccesible, verdadero compendio de todos los personajes importantes que conforman su extensa y apasionante trayectoria como actor. No sólo del inolvidable Tom Highway de ‘Heartbreak Ridge’, otro veterano de la pocas veces estudiada en el cine guerra de Corea, sino también del encantador Red Stovall de ‘Honkytonk Man’ y su enfisema letal, por supuesto de la socarronería violenta de Harry Callahan, del laconismo que salva mujeres en apuros que caracteriza a Josey Wales, y un largo etcétera. Ahora, Eastwood, inmerso por fin en la ancianidad, une a su habitual economía expresiva un carraspeo pertinaz que es casi como el rugido de un león herido, solitario y en guerra con el mundo y consigo mismo.
Seguimos a este correoso veterano, a su rostro que es casi un trozo de cuero con ojos, a sus insultos e ironías, a través de un relato sereno y plácido, que poco a poco se va oscureciendo, al sumergirse en los meandros de la América multirracial y multicultural que ha heredado Obama, que ha transformado un país que no se reconoce a sí mismo, gracias a sus errores y prepotencia, su identidad y su dignidad. En ese sentido, Kowalski (para colmo, descendiente de inmigrantes) es un fantasma, o un muerto viviente, incapaz de cambiar, aferrado a un barrio que ya no existe, que vivirá una experiencia de redención al conocer a la comunidad hmong (aunque para él todos los asiáticos son rollitos amarillos) y al enfrentarse a sus terribles demonios de una vez por todas.
Su cámara sigue tan precisa como siempre, y alcanza momentos de narración majestuosa en el uso del 2.35:1, con una distribución de espacios que merecería la pena ir disfrutando a cámara lenta. Pero el máximo objetivo de un artista es la sencillez, y en esta ocasión Eastwood la consigue como si respirase. Algunos le piden al cine que les muestre vidas imposibles, situaciones más estimulantes de las que vivirán en su vida (o eso creen ellos), escenarios grandiosos, movimientos de cámara alucinantes, un diseño de producción que exalte a los sentidos. Pues Eastwood no tiene la menor intención de provocar que esos espectadores acudan a sus imágenes, ya que su materia prima es la misma vida, y sus personajes son seres de carne y hueso que viven historias >plausibles. A sus años, no tiene nada que demostrar, y se toma su tiempo contándonos la difícil relación de Kowalski con Thao (Toad, atontao, le llama él), y permitiéndose que la violencia sólo entre con toda su fuerza en el tramo final de la película.
Hasta ese tramo final, en el que Kowalski se enfrenta ante todo a sus fantasmas, y en el que el mito de Eastwood se enfrenta a sí mismo, deconstruyéndolo con una dignidad indescriptible, vivimos el crecimiento de una amistad (o mejor dicho, dos amistades), de forma paulatina y verosímil, que comienza de manera casual gracias al desencadenante que supone el Gran Torino del título, el preciado automóvil de Kowalski. El Gran Torino significa varias cosas dentro de la lógica de este relato. No sólo es el mcguffin de la película, sino que simboliza de alguna forma el pasado al que se aferra su dueño, y cristaliza una forma de expresión típicamente americana que ya no existe, y que representa un anacronismo. Poco importa que apenas salga del garaje, para Kowalski es un ser vivo y algo más, forma parte de él mismo.
A medio camino entre el drama social y el western urbano, Eastwood firma una obra maestra incontestable, perfecto testamento interpretativo, conclusión de un discurso moral y estético que, a pesar de sus lógicos altibajos, es ya uno de los más nítidos y apasionantes del reciente arte norteamericano. La dureza de sus imágenes, es como una patada en el estómago que desarma cualquier atisbo de complacencia, pero la compasión conque filma extrae lo mejor de nosotros mismos. El gran cine de Eastwood lleva consiguiendo este milagro más de dos décadas, pero sobre todo en las películas que él mismo ha protagonizado, pues su icono, su rostro, es inseparable de su legado. En sus filmes menores, aún contamos con ese rostro, que nos devuelve el espejo de la soledad, el dolor, la crueldad humanas…pero también el del sosiego, la lucidez, la redención.