Recuerdo intensamente que, cuando se estrenó ‘Héroe’ (‘Ying xiong’, 2002) en los cines españoles, muchos no supieron a qué atenerse, dos años después de que otros guerreros voladores triunfaran en medio mundo con ‘Tigre y Dragón’ (‘Wo hu cang long’, 2000), una película que es más cine filosófico que de aventuras, por cierto. Para colmo, ese estreno venía firmado por un hombre que, hasta entonces, había deslumbrado con sus dramas de la China profunda, pasada y actual, y había destacado por su narrativa sencilla y la enorme emoción humana de sus historias. ¿Por qué, de repente, se pasaba a un cine tan abiertamente comercial, tres años después de que, con ‘The Matrix’ (íd, Hermanos Wachowski, 1999), viéramos a luchadores desafiar la ley de la gravedad? No fueron pocos los que expresaron su rechazo inicial a esta película, pero ‘Tigre y dragón’ no había inventado nada, pues el Wuxia es un género, en China, tan antiguo como lo es el Western en Estados Unidos, y donde en el Western hay pistoleros míticos en un entorno muy específico, en el Wuxia hay héroes de artes marciales en un pasado medieval.
Y es que Zhang Yimou, artista eminente, estuvo enamorado del género Wuxia desde su juventud, y esperó durante años el momento apropiado para llevar a cabo su aportación, que al final se convirtió en una magnífica trilogía, con tres títulos muy diferentes entre sí. La primera de ellas una historia completamente original, después de buscar exhaustivamente alguna antigua leyenda que le agradara. Original pero con claras reminiscencias de ‘El emperador y el asesino’ (‘Jing Ke ci Qin Wang’, 1998), en realidad a su vez basada en una historia real, de su amigo Chen Kaige, a la que él añade varios personajes, otros puntos de vista y, sobre todo una personalísima forma de narrar que convierten a esta experiencia sensorial en una pieza única de arte casi abstracto, de un lirismo y una belleza indescriptibles, en cuya materia se funden esgrima, danza, caligrafía, pintura, música y existencialismo, y que siendo una película de aventuras tan elegante e hipnótica, se erige en una visión despiadada de la ambición, de la venganza, de la crueldad, de la vanidad…pero también de la nobleza, del coraje, del sacrificio humanos.
Siendo, en la fecha de su realización, la película más cara de la historia del cine chino, ‘Héroe’ nació para ser una leyenda desde su misma concepción, exprimiendo la tradición oral china sobre guerreros místicos capaces de desafiar a un rey y a su ejército, inventores de golpes mortales con su arma que requieren de una coordinación casi sobrehumana, y en plena sintonía con el entorno natural. La historia de ‘Héroe’ comienza por el final. De entre los muchos guerreros y asesinos que quería eliminar al peligroso rey de Qin, destacaron tres por su destreza y su ferocidad. El rey puso precio a sus cabezas y se escondió en su enorme palacio, durmiendo dentro de su armadura. Un buen día, un espadachín sin nombre se presentó a las puertas del palacio y, con las armas de los tres guerreros vencidos a sus pies, se dispuso a contar la historia de su hazaña al rey. Pero, tal como saben los más grandes artistas, en el arte importa más el cómo y menos el qué, y Yimou emplea este insuperable punto de partida para desarrollar un discurso sobre el punto de vista, sobre el relato oral como constructor y luego deconstructor de la realidad, y, al fin y a la postre, un discurso sobre el cine y su infinita capacidad de representación de lo mental y lo espiritual.
Épica abstracta
En ‘Héroe’ conviven cuatro películas, que funcionan al modo de cuatro movimientos de repetición, y con variantes, dentro de una sinfonía. Cada variante dispone de un color para ser identificada. Pero de forma muy diferente a ‘Rashomon’ (‘Rashômon’, Akira Kurosawa, 1950), película con la que ha sido comparada en numerosas ocasiones, ‘Héroe’ no toma un mismo hecho y lo va desarrollando desde diferentes y complementarios puntos de vista, sino que deja que la verdad vaya surgiendo, imparable, desde la invención parcial del guerrero sin nombre, primero, la especulación poética del rey que antes escuchaba y ahora narra, después, y la impura y compleja verdad que emerge al final. Cada uno con un color: el rojo (que representa la pasión, la violencia), el azul (que expresa lo mental y lo espiritual, también el amor fraternal y la amistad) y el blanco (la pureza, pero también la soledad y la muerte). Y en un intermedio bellísimo con el color verde de la esperanza y la sabiduría. Inyectando cada uno de esos colores en el vestuario, la fotografía y la dirección artística, primero se nos cuenta una historia de celos y traición, luego una de sacrificio y redención, y al final se mezclan ambas, como si el rey y el asesino, los dos opuestos, se fusionaran para crear la película.
Pero este vuelo de la imaginación no se limita solamente a pintar cada una de las partes, también se esfuerza en que formen un todo estético, en el que lo tonal impregne completamente la psicología de los personajes, y nos zarandee emocionalmente con sus diferentes registros. De la oscuridad del episodio en rojo, que será tremendamente violento y en el que los personajes se mostrarán crueles, vanidosos y mezquinos, a la luz del episodio en azul, en el que sentiremos la amplitud de los montes chinos (¡la sublime escena del funeral en el lago!), para terminar con el desolador desenlace en el que, ya exhaustos, conoceremos lo bueno y lo malo de unos personajes magníficos, siempre contradictorios, pero presos de sus ideas y sus pasiones, sorprendiéndose a sí mismos a la hora de tomar un camino u otro, y emocionándonos con la profunda verdad que emana de todo eso. Yimou pasando de contar la historia de gentes sencillas, héroes cotidianos, a la de héroes grandiosos con defectos tremendos y fragilidades que ni la destreza más asombrosa con un arma blanca puede compensar. Como si la épica fuera la crónica de un fracaso colectivo en el que la guerra, y no la paz, es la que finalmente triunfa. Y puede que así sea.
Hay algunous momentos, imágenes, ideas cinematográficas, secuencias, gestos, detalles, sorpresas audiovisuales, que le dejan a uno literalmente sin palabras, y que sitúan a Yimou, por si sus obras previas no lo habían hecho ya, en el Olimpo de los directores vivos más audaces, hondos y luminosos del mundo. Hablamos de momentos como el lago el que se reflejan las montañas y en el que descansa la amada sacrificada, sobre la que cae una gota de agua que parece una lágrima; o el del calígrafo que inventa una palabra mientras su casa se viene abajo en una lluvia de flechas. De ideas como ese golpe maestro a diez pasos. De sorpresas como la sombra de la guerrera reflejada en la pupila de su adversaria antes de morir. Pero estamos en el ciclo del gran cine de aventuras, y también hay secuencias asombrosas como el combate entre las enormes cortinas verdes que caen como cascadas, o la pelea fratricida entre las hojas amarillas que se vuelven rojas, o la danza en blanco y negro que es la primera de la película, o la muerte de los amantes, que le hiela a uno el corazón. Pero nunca desde el morbo o la pretenciosidad. Siempre desde la elegancia extrema, la contención, la humildad. Un milagro.
El reparto exigía que los actores, además de ser brillantes, supieran luchar de modo creíble y hasta espectacular. El sexteto con el que contó Yimou (prácticamente, no hay más personajes en toda la película) creo que es insuperable. Para el rey de Qin contrató al incombustible Chen Daoming, que a pesar de llevar bastantes años a sus compañeros, no parece que tenga problemas para seguirles el ritmo en las secuencia de acción. Para el trío de asesinos tres actores muy dispares: Tony Leung (una estrella internacional que, a mi juicio, es un actor formidable), Maggie Cheung (que es bellísima y capaz de ofrecer un misterio enorme a su personaje) y Donnie Yen (una estrella de las artes marciales que es el que menos presencia tiene). Para el guerrero sin nombre, el bastante más conocido por el espectador medio, sobre todo en los últimos años, Jet Li, en el que fácilmente puede ser su mejor papel. Y para el último papel, la musa por aquel entonces del director, Zhang Ziyi, preparándose para su papel estelar en la inolvidable ‘La casa de las dagas voladoras’ (‘Shi mian mai fu’, 2004).
Pero no menos importante era la elección del director de fotografía que tenía que hacer realidad el mundo que Yimou llevaba en la cabeza, y llamando al insigne Christopher Doyle le dio la oportunidad de lucirse con un trabajo superlativo. Siendo el habitual de directores en la vanguardia narrativa (como Gus Van Sant, o Wong Kar Wai), Doyle creó esta vez un espectáculo visual al que se le queda pequeña la palabra grandioso. Filmada en Super 35, con un aspect ratio de 2.35:1, saca todo el partido a los hermosos escenarios naturales y a los enormes decorados. Gracias a su pericia y a su exquisito gusto, podemos apreciar combates imposibles con una limpieza en la planificación y una perfección técnica inigualable. El formato scope se beneficia de un equilibrio visual absoluto entre lo que Yimou pretende contar, y entre la forma que ha elegido para narrarlo con su colaborador Doyle, en perfecta consonancia con la música de Tan Dun, lo que termina por convertir a esta película en un festín para los sentidos, y en un viaje emocional y psíquico imprescindible para cualquier amante del cine en general, y para cualquier adicto al gran cine de aventuras en particular.
Conclusión
Sólo queda una película para acabar este ciclo, y, una vez más, va a ser muy diferente a la anterior aunque bebe de muchas de las tradiciones cinemáticas orientales, y se construye desde la admiración, precisamente, hacia este tipo de cine. Si tengo que elegir entre esta y ‘La casa de las dagas voladoras’, me quedo con la segunda, pero eso ya es algo muy personal, y pese a ello no tengo ninguna duda de que esto es cine de aventuras apoteósico, de una belleza indescriptible y de una perfección técnica irreprochable.
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