La Leyenda Arturiana, por lógica, era cuestión de tiempo que conociera su lugar entre las grandes aventuras del cine. Eso sí, no se trata de un mito fácilmente trasladable a imágenes y sonidos, y no existe en ella ni un ápice de los arquetipos que hoy día se estilan en las más superficiales películas de magia y brujería. Más bien tiene mucho de retorno a los más arcaicos orígenes de la imaginación, de cuentos orales narrados a la luz del fuego, de narraciones que exigen del oyente (o del espectador, en este caso) una total suspensión de incredulidad y una entrega en cuerpo y alma a un mundo que una parte recóndita de nuestro ser desearía que existiera en verdad, por muchas tragedias, violencia o muerte pueda contener. Convencidos, quizá, de que merece más la pena ese segundo mundo que el nuestro propio, siempre tan gris y propenso a convertirnos en meros testigos. Y por eso Arturo, Perceval, Morgana, Lancelot, Merlin, Mordred, Uther Pendragon, Sir Hector y todos los demás pertenecen al mundo de los sueños del gran cine antes que erigirse en reflejo de la vida real.
Continuamos el Ciclo: Gran Cine de Aventuras con un filme que, a grandes rasgos, posee una aureola de prestigio bien merecida, y que pese a que no es una gran obra maestra del cine, sí goza de una dirección muy inspirada del buen artesano que siempre ha sido John Boorman, de un casting tremendamente estimulante y, sobre todo, de un diseño de producción y de una atmósfera en verdad magníficas, que convierten a la pantalla en un lienzo en el que los colores, las formas, las sombras, la niebla, el agua, se convierten en protagonistas centrales de una narración alucinada y alucinatoria, dedicada a construir un mundo de aventura y fantasía infinitas, en la que los mitos y las leyendas son tan plausibles como un arroyo y un bosque, y quizá sean lo mismo. ‘Excalibur’ (íd, 1981), en su versión original (que recomiendo frente a su parcial mutilación de la versión americana), es casi una película abstracta que se ramifica hacia terrritorios de pesadilla muy notables, de gran profundidad psicológica, con momentos realmente magníficos.
Parece ser que John Boorman deseaba llevar a cabo una adaptación desde finales de los años sesenta, pero no fue hasta bastante después, con sucesivas reescrituras llevadas a cabo en colaboración con el escritor Rospo Pallenberg (sobre la base, esencialmente, de la recopilación de romances del siglo XV ‘La muerte de Arturo’ de Sir Thomas Mallory) cuando tuvo la oportunidad de hacerla con total libertad, filmando en bellísimos parajes naturales de Irlanda, con un diseño muy audaz de decorados y de armaduras (del que se ha señalado hasta la saciedad su anacronismo, pues se supone que la historia transcurriría en la Edad Oscura, y mucha tecnología parece de la Baja Edad Media), con un diseño de sonido muy interesante y pocas veces analizado como merece, y con una fotografía poco preciosista y llena de buen gusto del fallecido Alex Thomson, que abunda en fuertes claroscuros y en un aspecto visual por momentos deslumbrante en el uso de un aspect ratio no demasiado radical (1.85:1) y en un sentido de la épica elegante y místico.
La soledad del rey
Desde el primer momento de la película, con el segmento dedicado a Uther Pendragon (un casi irreconocible Gabriel Byrne), la magnética atmósfera de la película y el particular ritmo de Boorman se adueñan de la retina del espectador. Presenciaremos la entrega de la espada que da título a la película, y la maldición/bendición que representará para su legítimo heredero. Pero, también, una sensación de inquietud, de extrañeza latente, con momentos de gran sensualidad y de extrema violencia, tendrán lugar antes de la aparición de Arturo, que en realidad es el padre de todos los Luke Skywalker habidos y por haber (y nadie me negará, para más inri, el parecido de Nigel Terry con Mark Hamill...). Terry está perfecto como el chiquillo con el que nadie cuenta, primero, y la gran esperanza de un mundo mejor, después, para terminar encarnando magníficamente el sentimiento de soledad extrema de un rey amado pero acuciado por sus tormentos interiores. Sorprende la oscuridad y la ausencia de interés de Boorman en una narrativa atractiva para el espectador. Muy al contrario, el visionado de ‘Excalibur’ resuta agotador, aplasta el ánimo y concluye con un sentimiento apocalíptico que resulta inolvidable.
Merlin, interpretado por un soberbio Nicol Williamson, se erige de alguna forma en representante de una magia luminosa pero aún así inquietante, mientras Morgana (una guapa, extraña Helen Mirren) es la gran figura de las artes oscuras de esa misma magia. Son algo así como el Ying y el Yang, la creación y la destrucción. Y en medio Arturo aglutina en sí mismo lo mejor y lo peor del hombre, su nobleza y entrega infinitas, así como su egoísmo y su vanidad. Boorman lo dirige todo con gran destreza, en un equilibrio difícil de mantener, preparando con astucia la enorme tensión y el sentido abstracto del último tercio de la película, increíblemente lírico y tenebroso, como una pesadilla interminable en la que el mundo entero se desgarra y se colapsa. Captura así el cineasta de manera más que notable la concepción de Camelot como el paraíso perdido, y de los guerreros que se sentaba en la Mesa Redonda (símbolo de equidad, de democracia suprema), y sobre todo un espíritu de aventura como liberación de los demonios interiores (de los celos, de la ambición, de la mezquindad y la estupidez humanas), en algunas de las secuencias de combates y de batallas más sangrientas y espeluznantes que recuerda el autor de estas líneas.
Muy diferente de tantas películas de aventuras norteamericanas, esta película es el perfecto híbrido entre cine de gran espectáculo y cine de autor, uno de los pocos que existen. Con ella Boorman alcanzó uno de los momentos más notables de su carrera, y aunque adolece de algunas lagunas en su construcción, como una tensión no siempre bien hilvanada entre los muchos capítulos de la historia o un punto de vista de los personajes demasiado confuso en ocasiones, estas no logran hacer olvidar el enorme impacto emocional de sus imágenes, el admirable tenebrismo de su puesta en escena, o la melancolía y la fatalidad que impregnan toda la parte final. No es de extrañar que no se hayan planteado (los cineastas más relevantes, quiero decir) una nueva versión de estas aventuras en los últimos treinta años. El recuerdo de esta magnífica película de aventuras es indeleble y seguramente disuade a los más audaces.
Conclusión:
Lírica y extraña película de aventuras, casi un híbrido entre cine de arte y ensayo y cine de espectáculo grandilocuente. Verla causa una extrema desazón, pero también el sentimiento de ver algo diferente, nuevo pero antiguo, poderoso pero delicado. Seguiremos en este ciclo con otro título no americano, para echar un vistazo a las miradas de grandes directores capaces de hacer grandes aventuras lejos de Hollywood.
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