“Una ciudad en llamas es una vista maravillosa” – El Supremo
Este ciclo de Gran Cine de Aventuras, lo que propone es un vistazo, no demasiado profundo, por algunas de las constantes más imperecederas del cine de aventuras, desde hace varias décadas, hasta la actualidad, para hablar un poco de lo que mas y mejor ha hecho este género maravilloso, para observar una cierta evolución en su irregularidad, y para repasar algunos de los subgéneros en los que mejor cabe la palabra aventura. En esta ocasión, la aventura marina, con alto componente bélico, pero también cómico y romántico. Hace poco hablábamos de una película que es un año anterior, la fenomenal ‘El halcón y la flecha’ (‘The Flame and the Arrow’, Jacques Tourneur, 1950), que indagaba en territorios tan cercanos al Robin Hood más clásico, pero desde una perspectiva incluso más artesanal, y hoy hablaremos sobre una de las películas en las que la épica aventurera de grandes navíos, combates navales, romanticismo exacerbado, sensación de que la pantalla se adueña casi del mundo entero (desde las costas de América Central, hasta las calles de la Europa de principios del siglo XIX).
‘El hidalgo de los mares’ (‘Captain Horatio Hornblower R.N.’, 1951) es una sensacional película de aventuras, una de las más ejemplares que se han filmado nunca en cuanto a combates navales, reconstrucción histórica, guión, técnica, y por ello goza de un merecido prestigio, pues es de referencia ineludible para todos los que después han intentado narrar aventuras marinas, de capitanes intrépidos, ambientes exóticos y pura estirpe marinera inglesa. Aunque, quizá, como a todas ellas, se les pueda reprochar una ideología al menos dubitativa, y una tendencia al tópico, la película de Walsh, que una vez más dirige, a sus sesenta y cuatro años, con una energía sencillamente apabullante, y con un sentido casi juvenil del drama, es imposible volver a poner esta película en una pantalla y no quedarse absolutamente prendado de sus imágenes, arrastrados por una hemorragia de cine puro, esencial, que en su sencillez y en su poderosa alquimia nos hace olvidar la vida real, hace caer nuestras defensas, y se entrega al delirio aventurero más esencial.
A grandes rasgos, nos situamos en plenas Guerras Napoleónicas, con el capitán Horacio Hornblower, un tipo adusto que difícilmente saca a relucir sus emociones más humanas, aunque precisamente por eso sospechamos que abunda en ellas (y también es Peck una elección perfecta para ese rol), enfrentándose primero a los franceses, luego a los españoles, en su estupendo buque HMS Lydia, y luego a una mujer a la que le es muy difícil poner coto y finalmente contra sus propios sentimientos, y de todas esas batallas sale victorioso, ya sea por pericia marinera, destreza al mando, valentía, o simplemente pura suerte. En ese sentido, el carácter de Hornblower tiene mucho que ver con el típico héroe tan anglosajón, que ha de hacer valer todas sus armas, incluida la fortuna, para salir adelante, acabar con sus enemigos y terminar con la mujer que ama en un rebote del destino (y ese tipo de héroe anglosajón es realmente muy habitual, y para más inri cierto chaval con gafas y una cicatriz con forma de rayo en la cabeza) que por supuesto tiene un alto sentido del deber, un destino que cumplir, un encuentro amoroso inesperado y una honestidad a prueba de bombas (o de artillería, como en esta película…).
Conquistando, que es gerundio
La pleitesía de este relato hacia el carácter marino inglés es evidente, aunque al fin y a la postre lo que más acaba pesando es ese regusto por la representación de la tradición, por lo noble, que roza lo naif pero que nunca se enfanga en él, y que convierte a esa muy creíble historia de amor, entre el concienzudo capitán y la valerosa Lady Barbara, en algo realmente emocionante, que surge de forma muy bella, casi inesperada, y que queda incrustado en el relato (un relato por lo demás fusión de varias novelas de C. S. Forester) de manera muy natural, pues Walsh, con grandísimo talento, sabe pasar en esta película de lo épico a lo sentimental, de ahí a lo cómico y lo campechano, y de nuevo a lo épico (o viceversa) con una facilidad que ya quisieran muchos supuestos grandes directores, y eso que este grandísimo cineasta creo que había entrado ya en una zona algo menos genial de su legendaria obra. Pero describe, narra, dinamiza, alterna, planifica y muestra con la misma pericia con la que Hornblower dirige a su barco y a sus hombres. La mirada limpia y humana de Walsh se impone a una estructura algo irregular, y nos hace soñar despiertos.
Gregory Peck (que recogió el testigo de un proyecto que estaba destinado para Errol Flynn, y que no acabó en manos de Lancaster porque no daba el papel) es una imagen británica perfecta, con su aspecto de hombre sereno y en quien confiar, y borda los momentos de tensión casi sin parecer esforzarse por ello. Virginia Mayo, que también estaba en ‘El halcón y la flecha’, sale todavía más guapa que en aquélla, aunque desde luego sin algunos momentos tan sensuales como en aquella, pero con mayor aplomo y distinción (y eso que Peck quería a sinpar Margaret Leighton). Y en el capítulo de los estupendos secundarios que jalonan la obra sorprende ver a un joven Christopher Lee como capitán español. Wash, además, es de esos directores capaces de dibujar a un secundario con muy pocos trazos (los que permite una película de dos horas), y el filme se beneficia enormemente de ello.
En el apartado técnico, y siendo muy conscientes del momento en el que se encuadra, sorprende, y mucho, la perfección técnica de la película, tanto fotográficamente, como a nivel de maquetas y escenografía, así como en los vetustos efectos especiales. Tanto es así que una película mucho más cara y ocho años posterior como ‘Ben-Hur’ (íd, William Wyler, 1959), que posee en su metraje una batalla naval, queda incluso por debajo de las dos grandes que podemos ver en esta, lo que es indicio de la autoexigencia de una producción en el que estaba mimado hasta el más nimio detalle, del inimitable sentido visual (y sonoro) de Walsh, de la fotografía espléndida (y nunca suficientemente recordada) de Guy Green, a los magníficos decorados, muchos ellos de estudio, de Tom Morahan (tan inglés, él), y, en suma, a un sentido de la épica que parece propiedad de muy pocos cineastas de cada generación, esos que respiraban la aventura como el que derrochaba Walsh, sin duda uno de los más grandes directores del cine americano de todos los tiempos.
Conclusión
Sin duda, una aventura inolvidable, superlativa, que nos devuelve a la infancia y a la sensación de que el mundo es nuestro, como la primera vez que la vieron hace ya sesenta años justos. Es una gozada volver a verla para escribir en este ciclo. Y dentro de poco, aunque cambiamos bastante de tercio (aunque, en el fondo, hablamos de las mismas sensaciones) con ‘La evasión’ (‘Le Trou’, Jacques Becker, 1960), volveremos a este ciclo para seguir deleitándonos con el poder infinito del cine para llevarnos a lugares que nunca pudimos ni soñar.
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