Una cosa está clara: la factoría Disney tiene algo. Una fórmula secreta con la que animar sus ficciones, parecida a una alquimia intransferible, marca de la casa. Existen estilos dispares, alguno incluso más espectacular, pero el estilo Disney es inimitable, y ha alcanzado cotas de gran perfección. Ahora bien, hay otra cosa que está clara, no siempre Disney está a la altura de su leyenda, esa que forjó en los años 40 y 50. Y, cosa curiosa, el público no le suele perdonar las meteduras de pata. De hecho, suelen castigar (económicamente hablando) títulos insostenibles.
A unos años 70 muy grises, siguieron unos 80 bastante irregulares, donde lo más interesante (‘Basil, el ratón superdetective’, por ejemplo) era innegablemente menor, si pensamos en logros pasados. Parecía que Disney se había convertido, de forma irrevocable, en una productora sin ambición, cuyo mayor éxito era sobrevivir. Sin embargo llegó un pequeño/gran milagro en 1989, el estreno de ‘La sirenita’, dirigida por John Musker y Ron Clements, autores también del guión que adaptaba de manera sorprendente el cuento de hadas de Hans Christian Andersen. De pronto, Disney tomaba el pulso de los tiempos con una historia refrescante, ingeniosa y conmovedora. Qué gran sorpresa.
Puede que haya quien minimalice el alcance de esta pequeñita obra maestra, pero no soy uno de ellos. Yo más bien quiero calcular hasta qué punto inició una etapa, corta pero apasionante, que voy a bautizar Gran Ciclo Disney, y que duró cuatro maravillosos títulos, desde 1989 hasta 1994, y que con la excepción de ‘Los rescatadores en Cangurolandia’, forman un cuarteto admirable, que crece sobre sí mismo, tocando los mismos temas, más o menos, y desarrollando un discurso paralelo que se va enriqueciendo una a una. Y todo empezó con la tierna historia de una adolescente un tanto boba y romanticona, que soñaba con conocer mundo y enamorarse de un hombre.
Nada más empezar nos introducimos en un ambiente marinero y místico, donde todo es posible. Y nos introducimos porque la puesta en escena, la música de Alan Menken (con un estupendo tema marino cantado), la breve pero inteligente mención (por mucho que suene a superstición) de un marinero acerca del mundo de las sirenas, y la preciosa transición del pez que escapa y regresa al mar (echando un suspiro de alivio), da pie a los títulos de crédito que suceden mientras pasan unas hermosas imágenes de ballenas y corales, relevadas por docenas de siluetas de sirenas y sirenos. De ahí tenemos la fastuosa presentación del rey Tritón, soberano del mar, y por último la graciosa aparición del cangrejo Sebastián y la presentación, por omisión, de Ariel.
Enseguida empatizamos con la joven sirena, y con su insaciable curiosidad por viajar y experimentar la vida más allá de las fronteras de su propio reino, que resulta para ella tan aburrido. Está tan fascinada con el mundo exterior, que colecciona tesoros (o al menos para ella son tesoros) que ha ido recolectando en pecios de los hombres, muchas veces jugándose la vida. He aquí a un personaje bien definido, y con pocos y rotundos trazos, que sabe lo que quiere (o al menos, lo que no quiere) y que va decidida a por ello. Con ella, Disney inaugura un tratamiento más psicológico de sus personajes, que buscan cosas que les afectan emocionalmente, y por las que pueden llegar a jugarse tontamente la vida.
Pronto conocerá, como si fuera un destino inapelable (y eso es detalle de guión bien construido, donde las trampas se diluyen ante la rotunda fluidez de lo contado y la forma de contarlo), al príncipe de ojos azules, mandíbula cuadrada y corazón indeciso, y todos sufriremos como unos enanos porque la tiene delante (aunque muda) y busca a la dueña de su voz en otros rostros. Los cineastas captaron a la perfección el fondo trágico del gran cuento original, y supieron dotarle de un humor y un toque siniestro que complementan perfectamente la historia.
Así, tenemos a esa cruel y astuta Úrsula, una vengativa pulpo, que da cuerpo al villano de turno, que intentará aprovecharse de la ingenuidad de la hija de Tritón. También tenemos a Sebastián, el gran personaje secundario del filme, que en su seriedad resulta un alarde de comicidad. Y otros secundarios muy serios o muy cómicos. La progresión dramática es imparable, y el climax lo suficientemente intenso y sorprendente. De forma muy convincente se dio con una fórmula que han seguido explotando en esa casa con mayor o menor fortuna durante una docena de películas. Algunas la mejoraron, pero esta fue la primera.
Como apunte final, debo confesar que prefiero mucho antes el doblaje sudamericano, por sorprendente que pueda parecer, al posterior español que grabaron algunos años más tarde. No es sólo que el personaje de Sebastián gana muchísimo con su voz de acento cubano, sino que todas las voces me parecen más elegantes, más sutiles, más dulces o terribles. Debe ser una manía mía, pero este es un caso excepcional, pues no me sucede con ninguna otra. Lo que son las cosas.