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'Golpe de efecto', el juego de la vida

Hay estrenos que ningún amante del cine debería dejar pasar. Independientemente de la sinopsis —siempre me sorprende que alguien tenga eso en cuenta a la hora de decidir si va ver o no una película— o lo que pensemos que vamos a encontrar, ya sea porque el tráiler deja lugar a pocas dudas o por cierta unanimidad de la crítica. Creo que todos nos hacemos una idea muy aproximada de lo que cabe esperar de ‘Golpe de efecto’ (‘Trouble With The Curve’, Robert Lorenz, 2012), pero hay algo especial en ella, algo imprevisible, mágico, y es gracias a sus dos protagonistas, Clint Eastwood y Amy Adams.

Eastwood vuelve a ponerse delante de las cámaras cuatro años después de la que iba a ser su despedida de la interpretación, ‘Gran Torino’ (C. Eastwood, 2008), y lo hace para otro realizador, una circunstancia que no se había producido desde ‘En la línea de fuego’ (‘In the Line of Fire’, Wolfgang Petersen, 1993). No sé vosotros, pero si esta leyenda viva del séptimo arte, a sus 82 años, decide que hay un personaje y una película por los que merece la pena volver a actuar, para mí es un acontecimiento. Es muy posible que sea la última vez que veamos en la gran pantalla a este carismático e infravalorado actor que nos ha dado tantas alegrías, que nos ha dejado películas maravillosas, ¿cómo no considerar un regalo su último estreno?

Curiosamente, el guion de ‘Golpe de efecto’ lo firma un debutante, Randy Brown, y lo ha trasladado al cine otro primerizo, Robert Lorenz, habitual colaborador de Eastwood como productor y asistente de dirección, de ahí que en determinados momentos uno crea que son la manos de este último las que sostienen el timón. La historia gira en torno a Gus, un veterano ojeador de un equipo de béisbol al que le quedan tres meses de contrato —malhumorado, solitario, romántico, un papel hecho a la medida de Eastwood—, y su hija Mickey, una abogada adicta al trabajo y a la tecnología que podría ser nombrada socia en el bufete —Adams la dota de entidad y matices, no es la caricatura habitual—. Basta una sola escena, en la que Gus y Mickey intercambian unas pocas frases mientras cenan en un bar, para dibujar la relación entre ellos. No se entienden. Y ella siente demasiado rencor hacia su padre como para soportar su actitud fría y distante, así que apenas mantienen contacto.

Gus recibe el encargo de seguir y valorar a un muchacho con pinta de futura estrella. Lo que el club no sabe es que Gus se está quedando ciego. Su mejor amigo —encarnado por ese comodín que es John Goodman— lo descubre y pide ayuda a Mickey, que accede a acompañar a su padre, consciente de que éste no aprobará la idea y que pone en peligro el puesto por el que tanto ha luchado —por primera vez antepone su vida al trabajo—. El viaje los vuelve a acercar pero reabrirá viejas y dolorosas heridas que aún no han cicatrizado. La película abarca el conflicto con elegancia, sin cargar las tintas ni limitar las interpretaciones con parrafadas de convencional melodrama, confiando en la presencia y el talento de Eastwood y Adams, que necesitan pocas palabras para dar un recital interpretativo.

Otro aspecto a destacar son los interesantes paralelismos que se establecen entre el deporte y la vida, dando lugar a emocionantes enfrentamientos, como el enfoque competitivo contra el lúdico —dedicar tu vida a ganar o a disfrutar del juego— o la consideración del valor o el talento de una persona basado en cifras, estadísticas, datos objetivos que se procesan en programas informáticos, en oposición a otra donde prevalece el instinto, la experiencia y el valor humano. A simple vista, la opción por la que se decanta el film es la contraria a la que defendía la reciente ‘Moneyball’ (Bennet Miller, 2011), si bien diría que en ambos casos triunfa el que se adapta a las circunstancias sin perder su identidad y pelea por aquello que ama, contra todos los que siguen la corriente sin plantearse a dónde los está llevando. De todos modos, el tratamiento del béisbol y de la vida está más idealizado en el caso de ‘Golpe de efecto’; y no es mejor ni peor, es otra alternativa.

La mayor flaqueza de la película de Lorenz es la subtrama romántica que protagonizan Mickey y Johnny. Es necesaria para la evolución del personaje de Adams —que termina siendo una mujer diferente—, pero las escenas son demasiado previsibles y convencionales. Justin Timberlake no lo hace mal, cae simpático, pero da la sensación de que ha salido de ‘Con derecho a roce’ (‘Friends with Benefits’, Will Gluck, 2011) y no ha cambiado el chip, de hecho ha reconocido que el papel no era tan cómico originalmente; tiene madera, sabe actuar, solo necesita ampliar su repertorio. Igualmente, puede considerarse amable y complaciente, pero es coherente con el discurso. La película mira de frente a la amargura y apuesta por seguir adelante, por buscar el modo de continuar y sonreír, que la vida son dos días. Y un día se nos marchará Eastwood. Disfrutemos mientras lo tenemos ahí.

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