Hay quien cree que el arte tiene que servir para explicar el mundo. No ha sido jamás mi teoría. Especialmente con las películas Existe la superstición, extendida, de que si queremos entender Vietnam tenemos que ver las películas que con el conflicto como centro más o menos argumental hicieron Francis Ford Coppola u Oliver Stone.
Más recomendable me parece leer el acercamiento de historiadores y diversos críticos culturales, o repasar, por ejemplo, el "Viaje a Hanoi" de Susan Sontag. Pero el arte dialoga con el mundo. Dialoga con nuestras dimensiones políticas: por eso mismo, nunca sabremos, al menos si seguimos siendo más o menos españoles, hasta qué punto aquellas películas de Coppola y Stone supusieron una manera de expresar relieves que la conciencia de su ciudadanía necesitaba. Tenemos suerte al leer el testimonio de algunos críticos valientes, pero ignoramos mayores circunstancias.
Con esto quiero decir que 'Gente en sitios' (id, 2013) la película última de Juan Cavestany, que ha tenido un pase fugaz en cines y que ha terminado estrenándose también de manera legal en filmin, es una película altamente política, pero que su función es, gloriosamente, distinta a la que ejercen otros con mayor o menor éxito.
No es un tratado de sociología. Y pone en marcha muchas conversaciones, pero ninguna tan idiota o palillera como las que tienen, cada mañana y en casi todos los canales de televisión, los tertulianos. La conversación que esta película pone en marcha es sobre nuestra conciencia ahora, sin tratar de entrar ahora en crear un relato que sirva, solamente, para explicar la realidad de un modo.
Precisamente porque nuestra realidad está inundada de relatos, en la película de Cavestany no hay ninguno sino muchos, todos ellos formando una coherente visión de nuestro desconcierto. Suena paradójico pero no lo es; a poco que el aventurado espectador bucee por estas historias comprenderá que el desconcierto que sienten él y algunos de sus personajes es lógico (es así de fabuloso el efecto de la ficción).
Espero de verdad que no se confunda el deliberado, calculado y muy hábil feísmo estético que Cavestany utiliza con todos sus encuadres incómodos, urgentes con una ineptitud técnica o una incapacidad estilística. Tal cosa no solamente me parece un disparate, sino que también nos sitúa en un grado de elementalidad estética que nos llevaría también a desdeñar al Luis Buñuel más radical, aquel que, antiburgués y rabioso, disparaba a matar con películas cada vez más violentadas y fracturadas, y hablo en términos de estilo.
Pero para Cavestany no hay discreto encanto de la burguesía al que aniquilar ya; estamos nosotros, la agigantada (y muchas veces mentida, ficticia) ciudadanía, embelesada en una clase media o en el barro de un nuevo precariado: así funcionan sus criaturas. Tenemos a la mujer indignada por una alfombrilla; a la súbita necesidad de fregar los platos de dos ladrones y a la elocuente violencia que ejerce una bandera de España.
Todas estas imágenes - directas, surreales pero enmarcadas dentro de un sentido de la vulgaridad ejemplar y sí, buñuelesco - nos golpean, casi tanto como sus significados. No son el camino a una solución, pero esta película de Cavestany, indudablemente uno de los acontecimientos del pasado año, nos reúne a todos para que entendamos y empezamos a reconocernos: estamos desamparados, ridículos, un poco más feos y pobres que ayer.
Hace falta mucho coraje y atrevimiento (artístico) para lograrlo. Y también un gran reparto, por el que Raul Arévalo, Eduard Fernández, Antonio de la Torre, Santiago Segura o Maribel Verdú, entre muchos otros, pasean grandiosos e inspirados.
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