El mundo del fútbol ya había estado muy presente en la filmografía de Juan José Campanella en dos momentos de desigual intensidad. De una parte, el cineasta argentino había dedicado a este deporte que tantas pasiones arranca su 'Luna de Avellaneda' (id, 2004) un filme que, después de la magistral 'El hijo de la novia' (id, 2001) dejaba frío a más de uno —entre los que se incluye el que esto suscribe—. De la otra y con una intensidad que nos dejaba boquiabiertos, encontramos ese plano secuencia digno de análisis que conformaba el momento cumbre de esa otra obra maestra que es la maravillosa 'El secreto de sus ojos' (id, 2009).
Con estos antecedentes, y aunque la elección suponga un giro radical en su trayectoria, a nadie debería extrañarle que el realizador haya optado por centrarse de forma exclusiva en el deporte más extendido del planeta de cara a su séptimo filme, un 'Futbolín' (id, 2013) éste que, partiendo de una idea muy atractiva y que mucho podría haber llegado a dar de sí, termina convirtiéndose en un monstruo incontrolable en el que Campanella pierde el rumbo durante un acto central completamente inservible.
Hasta ese momento, lo que la cinta animada nos ha ofrecido —y aprovecho aquí para avisar sobre el paupérrimo uso del 3D, que nada aporta al devenir del relato— con un estilo y unos diseños bastante ingeniosos, es la historia de Amadeo, un niño obsesionado con el futbolín del bar de su pueblo hasta el punto de que, no sólo se ha convertido en un jugador experto, sino que ha dotado a uno de los dos equipos integrantes del juego de personalidades y características. Pero, ¡ay!, en su camino se cruzará un niño con muy mal perder que, convertido en adulto, seguirá buscando venganza por aquella victoria que el protagonista le arrancó de las manos.
Y es precisamente tan endeble motivación la que sirve a Campanella y los otros dos guionistas del filme para tratar de enhebrar un libreto que, como decía, pierde completamente el norte en su nudo. En él, los tres escritores reintroducen al personaje del Crack —al que pone voz Arturo Valls— convertido en una estrella multimillonaria del fútbol que vuelve al pueblo que lo vió nacer con intenciones de transformarlo en un esperpéntico y gargantuesco complejo deportivo a gran escala centrado en su figura. Y si bien hasta tal giro podría haber sido justificado mediante el desenlace de la acción, lo prolongado del segundo acto y la multitud de direcciones hacia las que se va orientando, terminan por jugar en su contra.
Así, a lo innecesariamente extenso de la búsqueda de Amadeo de los jugadores de su futbolín, que han cobrado vida, sigue toda una secuencia en la mansión de Grosso —el citado Crack— que no viene a cuento de nada —¿alguien que me explique el momento mad scientist?—, que alarga aún más el tedio que ya comienza a ser la acción y que parece estar puesta ahí únicamente para servir de vehículo de lucimiento de las virtudes de la, una cosa no quita a la otra, espléndida dirección de Campanella, que vuelve a demostrar aquí un dominio superlativo sobre el planteamiento visual de las diferentes secuencias que componen el metraje.
Con el severo traspiés que este interminable segundo acto supone para el ritmo del filme, llegado el tercero, y por mucho que lo que en él se plantea esté resuelto con emoción e intensidad, a 'Futbolín' le cuesta, y cómo, recuperar la atención de un espectador —de éste espectador— cuya capacidad de asombro ya ha sido saturada durante los ochenta minutos anteriores, no siendo capaz el decisivo partido de fútbol con el que culmina la cinta —y tranquilos, no estoy desvelando nada que no se vea a la legua— de levantar un filme al que, sin lugar a dudas, le sobra mucho metraje.
De poco sirven pues los esfuerzos invertidos en los simpáticos diseños de personajes —que no en su descripción, que no podría ser más arquetípica—, la correcta labor de doblaje —aunque lo de Michelle Jenner sea de juzgado de guardia—, la dirección de Campanella o la sorprendente partitura de Emilio Kauderer cuando los 106 minutos de excesiva duración del filme hacen gala de una capacidad para aburrir al público que, al menos en lo que al que esto suscribe respecta, es una de las pocas cosas que no se le puede perdonar nunca a una cinta de animación.
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