1969: Woodstock cambia la historia de la música y de los Estados Unidos. Medio millón de personas pagan 18 dólares por tres días donde se juntan para celebrar la paz, el amor, las drogas y el rock. 1999: Woodstock se convierte en un absoluto desastre. 250.000 personas pagan 150 dólares por tres días donde se juntan para celebrar las drogas y el rock, dejando a un lado la paz, el amor y las buenas intenciones, sustituyéndolas por delitos llenos de rabia. Todos conocemos la historia de Woodstock y la importancia pivotal que tuvo en la contracultura estadounidense, pero, para qué engañarnos: una buena historia de destrozos y venganza es infinitamente más interesante.
Ay, qué nostalgia, los 90
Los documentales de festivales de música que nacieron muertos y después aún se pusieron peor empiezan ya a ser un género en sí mismos (y que, además, Netflix y HBO se van copiando entre sí). Si hace tres años tuvimos la increíble historia del Fyre Festival, este año tenemos la de Woodstock 1999, que HBO narró el año pasado en forma de película y, reconozco, no he visto, así que no puedo comparar. Tres días de rock y drogas en los que solo había una cosa realmente importante para los organizadores: el dinero.
La historia es increíble y las imágenes de las hogueras que ya adelantan desde el primer minuto icónicas, pero la docuserie de Netflix, en su afán por ir contando cómo se fraguó el desastre, cae en la duración excesiva y crea falsas expectativas constantes, momentos que parecen marcar un antes y un después pero se tratan de una inconveniencia menor ("Con Korn se desató la locura... Pero luego vino Bush y se calmaron"). Y cuando llega el desastre real, todo parece apresurado. Aunque las imágenes de archivo son muy buenas y están escogidas con buena mano (ojo a esos detalles del pay per view de MTV), el documental no está contado todo lo bien que podría: ceba demasiado un final que, aún siendo bestia, no está tan a la altura.
No es que 'Fiasco total: Woodstock 1999' sea malo (en absoluto), pero en su propio formato está su mayor pecado: al contar lo que ocurrió día por día se le da mucha importancia a la anécdota en lugar de poner en contexto todas las piezas antes de que caigan por su propio peso: solo en el último episodio, en plena destrucción (esto no es un spoiler, ojo), descubrimos que había una zona con cajeros automáticos y un lugar para vendedores, algo que se habría solventado gastando algo más de tiempo en mostrar toda la envergadura de Woodstock 1999. Al fin y al cabo, no hay ninguna obligación temporal que cumplir y habría mejorado la cohesión general.
Litros de alcohol corren por mis venas
Pero los pequeños errores no emborronan tres episodios repletos de buena música, un fogonazo acerca de cómo funcionaba la televisión a finales del siglo XXI (ese absurdo pago por visión que llevaba a mostrar a gente desnuda y drogada a cambio de un dinero) y, por supuesto, cómo una mala organización puede acabar con una buena idea. El problema no era solo que en Woodstock 1999 primara el dinero por encima de todo ("Profit Stock", como lo llamaron los asistentes el último día en múltiples graffitis), apenas se contratara seguridad y algunas bandas no hicieran nada por apaciguar los ánimos: el documental bordea, pero no termina de tocar, que para los chavales de 1999 la rabia social había sustituido al flower power.
El mayor error de Michael Lang, el organizador, y los suyos, fue creer que los chavales en 1999 tenían el mismo interés por la contracultura y querían abanderar causas igual que a finales de los 60: en este Woodstock, el público iba a escuchar música, tomar éxtasis, tener sexo y hacer el cabra, pero a nadie le importaba tener una excusa para hacerlo, por más que los miembros de la organización que formaron parte del evento original estuvieran convencidos de que esto no iba de dinero, sino de ideales. La evolución es palpable desde el día uno para cualquier persona excepto para la gente al mando, que no se quiso dar cuenta de que estaban estirando demasiado el chicle hasta que ya era demasiado tarde y la anarquía sustituyó a las buenas intenciones.
Los dos primeros episodios del documental van quemándose a fuego lento, mostrando cómo las cosas empeoraban progresivamente durante los dos primeros días del festival. Pero nada hace esperar el estallido del final, en el que quizá se debería haber centrado más, cuando la cosa pasa de una amable vigilia a 'El señor de las moscas' en tiempo récord partiendo de una mañana en la que los ríos de heces y basura acompañaban al asfalto en que se desarrollaba este desastre. Tampoco le interesa demasiado sacar conclusiones a Jamie Crawford, el director, que no tiene mucha dificultad en hacer que su documental brille pese a los defectos: cuando la historia es tan potente como esta, lo complejo sería no hacerla interesante.
Break stuff
Al final, 'Fiasco total: Woodstock 1999' es la crónica de cómo las malas decisiones ejecutivas traen unas peores consecuencias y de la incomprensión intergeneracional que lleva al desastre. Cuesta que la bola empiece a girar pero cuando lo hace es absolutamente imposible pararla, y el documental por fin ofrece todo lo que lleva varias escenas prometiendo: la olla explotando después de ponerla mucho tiempo al fuego. Cuando metes a 250.000 personas en un sitio asfaltado sin sombra con muchísimo calor, encareces el precio del agua y la comida, no eres capaz de ofrecer agua potable, creas una zona VIP exclusiva para intérpretes y música, permites que se cree un río de -literalmente- mierda que todos confunden con barro y en una noche tu festival acaba hecho jirones... aún quedan peores decisiones por tomar.
Pese a las pegas que le pueda sacar, 'Fiasco total: Woodstock 1999' es espectacular, un documental que nunca sabes cómo va a continuar y en el que es imposible advertir dónde acaba la responsabilidad de los organizadores y empieza la de los millennials cafres que asistieron alentados por la ultraviolencia de Fred Durst y los suyos, en parte porque la culpa fue de todo el mundo al mismo tiempo.
Sin embargo, hay algo perturbador en todo el metraje: solo al final, en los últimos cinco minutos, se saltan el tono más bien jocoso para hablar de las consecuencias realmente importantes más allá de las pérdidas materiales, uniéndolo de manera bastante peregrina con el Me Too. Habría valido la pena explorar estos incidentes durante más tiempo más allá del final de un episodio con musiquilla dramática de fondo, porque parece un añadido a última hora casi paródico, como si no quisieran contar esta cara amarga de Woodstock que los responsables se toman con una inusitada normalidad.
Este documental en tres partes no necesita de un montaje prodigioso o un guion incisivo para narrar una historia tan curiosa como -en su mayor parte- divertida a la que le vale con ir piloto automático para mantenernos enganchados durante casi tres horas a la televisión. Ojalá tuviera un poco más de intencionalidad, de preparación y atención a la gravedad de lo ocurrido, porque lo que podría haber sido una docuserie magnífica se queda en la simple curiosidad. Una curiosidad imprescindible que en el fondo es un cuento moral de malas decisiones y consecuencias que aprieta el acelerador demasiado tarde y duda a la hora de señalar a los verdaderos culpables de este fiasco total.
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