El título de ‘Exorcismo en Connecticut’ es un gravísimo error por parte de los distribuidores españoles. Dicho título nos evoca sin remedio a la famosa, y magnífica, película de William Friedkin, con la que la presente no tiene ni el más mínimo parecido —a no ser cierto misterioso personaje, y que en realidad también se aleja del mencionado film—, lo cual puede llevar al espectador a cierta confusión con el tipo de película que va a ver. Eso sí, ‘The Haunting in Connecticut’ —con lo fácil que hubiera sido dejar el título original—, no engaña a nadie en cuanto presenta sus cartas, pero al menos en esta ocasión no es una mala mano.
La ópera prima de Peter Cornwell está llena de arquetipos, clichés o tópicos si se desea ser un poco despectivo, algo que a estas alturas no debería coger por sorpresa a nadie. Todas las historias ya han sido contadas, lo único que importa ahora es la forma de contarlas. Como siempre la forma hace el fondo, y en ‘Exorcismo en Connecticut’, Cornwell ha sabido manejar esos tópicos, sirviéndolos con un mínimo de eficacia, nada destacable, pero suficiente para pasar un rato entretenido, algo dificilísimo en estos tiempos de consumo rápido.
El argumento de la película parte de un hecho real, acaecido en Connecticut en la década de los 80, cuando una familia se muda a una casa victoriana, motivados por la cercanía de un hospital al que llevar al hijo que sufre cáncer en caso de urgencia. La casa esconde un oscuro pasado, y como el casero no les ha informado de ello —por falta de informar, ni siquiera les ha dicho lo de cierta habitación del sótano donde se realizaban ciertas prácticas—, pues alegres y contentos se instalan en ella, hasta que llega la noche y “algo” empieza a hacer de las suyas, siendo el enfermo de cáncer el más susceptible a ello.
Dicho detalle de guión —sacado evidentemente del caso real— es lo que le imprime cierto interés a la película. Mientras en otras ocasiones se hubiera reclamado el derecho a no saber nada hasta el final del film, esto es, desvelar si lo sucedido en la casa es real o simplemente producto de la enfermedad, en ‘Exorcismo en Connecticut’ se ha preferido plasmar una de las máximas de don Alfred Hitchcock: el suspense es algo que conoce el espectador y desconoce el personaje. En todo momento sabemos que en la casa hay mal rollo, que el cáncer del protagonista no produce ciertas visiones, aunque sí le permite percibirlas. Son todos los demás personajes quienes desconfían de ello, detalle que simplemente evita, y de muy buena forma, que la premisa del film no caiga en el más profundo de los ridículos —y ya sabéis en qué sección iría seleccionada la película—. Por una vez, los personajes de un film de terror no hacen el estúpido. Sí, hay tópicos en cada esquina, sí, a la media hora podemos adivinar cómo va a terminar, pero al menos hay coherencia.
‘Exorcismo en Connecticut’ tiene dos partes bien diferenciadas. Hasta su media hora final, en la que el film se desmadra más de lo debido, ofreciendo toda una ensalada de efectos visuales, la película mantiene un más que conseguido ritmo, y cierta sobriedad en su puesta en escena. Cornwell, consciente de las limitaciones de un relato más que manido, se preocupa de mantener un acertado tono, manejando a conciencia los típicos sustos, algunos de los cuales —el del espejo o el de la cama— cobran relevancia por la ausencia total de música, y otros —el resto— son todo lo contrario: subidón en la partitura y a sobresaltarse. El pulso de Cornwell se debilita sobremanera en la parte final, un festín sobrecargado visualmente, de fantasmas cabreados y liberados.
Habría que destacar una labora actoral por encima de la media en este tipo de productos. Los actores se creen a sus personajes, son convincentes. Desde una madura Virgina Madsen, como la sufridora y persistente madre; hasta Martin Donovan, personaje un tanto tambaleante en un guión simple —¿a quién le importa sus desvaríos con la bebida si no influye en el relato de forma esencial?—, pasando por Kyle Gallner en el papel principal, y Elias Koteas, con un personaje bastante mal dibujado: un reverendo con el mismo don que el protagonista, que no se entera absolutamente de nada y —me vais a perdonar el vulgarismo— la lía pardísima.
‘Exorcismo en Connecticut’, salvo por el mencionado detalle de la enfermedad, está muy vista. La originalidad, eso que no se ve desde hace décadas, no es su fuerte, pero al menos proporciona un rato de sano entretenimiento. Una vez terminado su visionado, se olvida sin demasiadas contemplaciones. Mientras eso sucede, me retiro a mis aposentos pensando que ya que he creado una sección de películas ridículas, podríamos compensar la balanza con otra de obras maestras, y estrenarla con la mítica película de un director obsesionado por retocar sus trabajos.