Llegamos a una de las películas más famosas en la extensa filmografía de Paul Newman, ‘La leyenda del indomable’ (‘Cool Hand Luke’, Stuart Rosenberg, 1967), un drama carcelario que ha tenido ecos en la música, caso de la Creedence ClearWater Revival en su antológico ‘Willy and the Poor Boys’, o el tema de Guns N’ Roses ‘Civil War’, y que también ha alcanzado la condición de mito única y exclusivamente por una secuencia, la de los cincuenta huevos cocidos que el protagonista se come en un momento dado.
Se trata de la primera de cuatro colaboraciones con el director de procedencia televisiva Stuart Rosenberg, y también la más recordada. Un film carcelario, prácticamente un género en sí mismo, que habla sobre la rebeldía y la imposibilidad de que un hombre encaje de forma alguna en un sistema que rechaza continuamente. Una nostálgica banda sonora de Lalo Schifrin y un excelente plantel de secundarios redondean las excelencias de un film que sin ser una obra maestra del séptimo arte tiene bien justificada su condición de mítico.
Rebelde sin causa
Paul Newman da vida a Luke, un ex combatiente que no encuentra su lugar en el mundo, y es condenado a dos años de trabajos forzados en una prisión de la que intentará fugarse más de una vez. El film da comienzo una noche calurosa en la que Luke está destrozando los parquímetros de su pueblo natal en el que, tal y como dice más tarde, no hay mucho que hacer por las noches. Las razones no se explican, como tampoco se explica el carácter rebelde de Luke. Sólo una frase del propio personaje, “tenía una cuenta que saldar” parece sugerir algo al respecto.
No importa en demasía, aunque no deja de llamar la atención. El propio alcaide de la prisión, odioso personaje a cargo de un excelente, como era costumbre en él, Strother Martin, también se pregunta, como si del propio espectador se tratase, las razones por las que alguien como Luke, con un historial de condecoraciones durante la guerra, se rebela ante la sociedad hasta el punto de ser considerado alguien non grato. En la prisión hará buenas migas con sus compañeros, que llegarán a considerarle una especie de líder al que seguir y respetar.
George Kennedy, excelente secundario que se llevó un Oscar por su trabajo, da vida a Dragline, uno de los personajes más carismáticos del lugar y que, en un principio, no se llevará bien con Luke, para luego volverse su inseparable compañero. Es ‘La leyenda del indomable’ una película que también habla sobre la amistad y el compañerismo, sobre la responsabilidad de ser alguien importante incluso en una cárcel, sobre las decepciones, el inconformismo, y de pasada, sobre la injusticia, amén de un canto a la libertad, sobre todo la interior, esa que hace que no te doblegues ante nadie.
Newman, la estrella absoluta
Aunque el film adolece de ciertos cambios bruscos de ritmo, y no incide en demasía en las injusticias de un sistema carcelario que utiliza la mano dura para hacer entrar en razón a personajes como Luke, lo cierto es que ‘La leyenda del indomable’ brilla por muchos motivos, a cada cual mejor. Conrad Hall por ejemplo, en la fotografía, haciendo que sintamos el sofocante calor que los presos sufren cuando trabajan en la carretera, o el nerviosismo de hacerlo mientras una escultural rubia lava un coche a mano y demás partes de su cuerpo. Colosal secuencia que pone intranquilo a cualquiera con un mínimo de libido.
Y al lado de la fotografía y un trabajo actoral de primera categoría, en el que podemos encontrarnos con actores más tarde famosos, caso de Dennis Hopper o Harry Dean Stanton, lo que realmente es un placer para los sentidos en esta película es sin duda, su estrella principal, un Paul Newman absolutamente pletórico que nos regala varios instantes de dominio actoral, sobre todo gestual, a la par que aprovecha muy bien el dato de ocultar las razones, caso de haberlas, de su rebeldía. Esa especie de tormento interior alcanza su máxima expresión en la secuencia en la que toca el banjo y canta por la muerte de su madre.
Y por supuesto la famosa secuencia de los huevos cocidos, metida con calzador, pero qué importa, es otra donde el actor se luce, y no porque se comiera los cincuenta huevos –en realidad Newman se comió “solo” diez− sino por su actitud, resumen perfecto de la filosofía del personaje, como al final de la hazaña, tendido sobre la mesa, todo reventado, y en plan Jesucristo, con una sonrisa dibujada en su boca, feliz por lo hecho, y que marcará absolutamente todo lo que hace el personaje. Será maltratado, golpeado, humillado, pero jamás borrarán la sonrisa de su boca.
En el siguiente año, 1968, Newman protagoniza una comedia bélica no demasiado conocida y se estrena como director, sorprendiendo a propios y extraños con su trabajo. Hablaremos de ello próximamente.
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