Es realmente triste, por decirlo suavemente, el iniciar este especial dedicado a ese gran actor que fue Paul Newman con una película de la categoría de 'El caliz de plata' ('The Silver Chalice', Victor Saville, 1954), y que no es solo la peor interpretación de Newman, sino que podríamos considerarla como una de las peores películas de la década de los 50, así al menos lo pensaba el propio actor que siempre renegó de este trabajo. Existe una anécdota muy divertida al respecto, aquella que narra cómo el actor, cuando la película fue emitida por televisión en 1966, puso avisos en los periódicos pidiendo disculpas por su intepretación y animando al público a no ver semejante desastre. El efecto logrado fue precisamente el contrario.
El odio del actor hacia esta cinta de romanos, muy prolíficas en aquella época, llegaba hasta el hecho de reunirse con sus amigos en casa, proyectarla y animar a todos a silbar, hacer ruido y soltar duras críticas contra la misma. Extraño divertimento para un intérprete de oro que no tardaría en hacerse un hueco en el séptimo arte, concreatmente entre los inmortales. Su personaje en el trabajo de Saville lo heredó de James Dean, que se fue a filmar 'Al este del edén' ('East of Eden', Elia Kazan, 1955), película para la que se presentaría también Newman y que terminó siendo el trampolín para Dean. Compañeros en el Actor´s Studio, Dean visitaba a Newman en el rodaje, donde conoció al amor de sus últimos días, Pier Angeli, compañera de Newman en el film.
'El cáliz de plata' puede que no merezca el calificativo, a veces demasiado duro, de bodrio, pero es mala de solemnidad. Su existencia se debe a una necesidad por parte de la Warner de responder al éxito salido de la Fox un año antes, la famosa 'La túnica sagrada' ('The Robe', Henry Koster, 1953), primera película estrenada en el revolucionario sistema de cinemascope —era la segunda vez que se utilizaba dicho sistema, que en realidad se utilizó previamente con 'Cómo casarse con un millonario' ('How to Marry a Millionaire', Jean Negulesco, 1953), que se estrenó después—, film de romanos alrededor del cristianismo y su poder redentor. Tufillo religioso a modo de gran espectáculo, que es como mejor le entra a las masas, que se repite en el film de Saville con resultados muy diferentes a los del film de Koster.
Ver a Paul Newman embutido con ropajes romanos en la piel del esclavo Basil que recibe el encargo de fabricar un caliz que contenga los rostros de los doce apóstoles y Jesucristo, es una de las experiencias más tristes que se puedan vivir viendo una película. El actor, con todos los tics del método, está completamente desubicado, perdido, cegado tal vez por el delirio de la propuesta, una película con un guión realmente penoso, y que narra cosas innecesarias para el desarrollo de la historia, la cual no posee un solo punto de interés. La eterna lucha entre romanos y cristianos aderezado con una historia de amor tan previsible como inocente. Algún apunte formal, de considerable riesgo, es lo que llama la atención de una película tan delirante.
A pesar de que la película posee una fotografía, obra de William V. Skall, y una música de Franz Waxman excelentes —con justicia ambas facetas nominadas al Oscar—, el film llama la atención por su extraña, minimalista y a ratos surrealista decoración, totalmente anacrónica. Una especie de decoración teatral alejada de cualquier atisbo de realismo, tanto en interiores como exteriores. Paredes lisas y sin nigún ornamento, figuras estilizadas y perfectamente compuestas en el plano inundan la película que nos sorprende por ese lado, pero nos sonroja por otro. Una dirección artística, obra y gracia de Boris Leven, totalmente revolucionaria echada a perder por el despropósito que es todo lo demás, una superproducción a lo grande realizada con desgana que provoca no pocas veces vergüenza ajena.
No sólo apena ver a un jovencito Paul Newman picando cual novato en el desastre —señalemos, la historia de un esclavo que termina descubriendo lo que es la fe por obra y gracia del mismísimo Dios—, además le acompañan una igual de perdida Pier Angeli —resulta sorprendente el cambio con respecto a su siguiente película juntos, un drama pugilístico a las órdenes de Robert Wise—, y unos muy desaprovechados, e incluso exagerados, E.G. Marshall, Virginia Mayo y Jack Palance en el rol de mago a lo David Copperfield que se convierte en un falso profeta cuando cree que hace magia de verdad.
Demasiado larga, con cambios abruptos de ritmo, y unas pretensiones de resultar seria que terminan escandalizando por conseguir precisamente lo contrario. Newman hacía muy bien en renegar de ella.
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