‘Desde la terraza’ (‘From the Terrace’, Mark Robson, 1960) abre la etapa más fructífera y larga de Paul Newman como actor. Es a partir de esta película cuando el famoso intérprete, que ya nos había regalado alguna que otra inolvidable interpretación, encontraba el punto justo al empezar a desprenderse de los tics del Actor’s Studio, encontrando la naturalidad que todo actor busca, y que tan bien acompañó a Newman hasta su madurez.
Resulta curioso cómo el film tiene varios puntos en común con ‘La ciudad frente a mí’ (‘The Young Philadelphians’, Vincent Sherman, 1959). Al igual que aquélla es la adaptación de un best seller, en este caso la novela homónima de John O’Hara, que también está ambientada en gran parte en la ciudad de Philadelphia, y versa sobre la ascendente carrera de un prometedor joven que vuelve de la guerra y hará cualquier cosa por ascender socialmente. Aditivos: el color, el glorioso cinemascope, más crudeza e ironía, y Elmer Bernstein.
Newman da vida a Alfred Eaton, que regresa de la guerra y se encuentra con un poco alentador panorama familiar. Su padre Samuel —un entregado Leon Ames— no es capaz de mostrarle el cariño y amor que tuvo por otro hijo fallecido de meningitis, provocando el típico distanciamiento emocional entre ambos, y que otorga ese punto de tormento que tan bien sentaba a los actores de método. La madre —una breve y gloriosa Myrna Loy— es una alcohólica que ha decidido buscar fuera de casa la pasión que no encuentra dentro del matrimonio.
La ironía sobre el amor
Ese detalle sobre la infidelidad de su madre marcará irónicamente la existencia de Alfred. En su escalada hacia el éxito y ganar cinco millones de dólares antes de cumplir los 40 años, Arthur cortejará a Mary St. John (Joanne Woodard), la hija de un importante hombre de negocios, ligera de cascos, y a la que Arthur desea más que ama. La infidelidad aparecerá en la vida de ambos, ella con varios hombres y él con una mujer que conocerá en una visita a New York, ciudad en la que intentará conseguir su sueño de ser alguien muy importante.
Así pues, las convenciones sociales —un buen hombre no sólo es un bueno manejando sus negocios de cara al éxito, sino que también debe cuidar su vida privada—, la lucha por el éxito, la conveniencia y el amor se enfrentan en un cocktail explosivo dirigido por Mark Robson con mano sensible, a pesar de no controlar el ritmo en determinadas ocasiones. Comenzando con producciones de terror de Val Lewton, Robson se especializó en los años 60 en films mucho más caros y espectaculares, siendo ésta y su siguiente colaboración con Newman sus mayores logros en esa época.
Paul Newman y Joanne Woodard, pareja en la vida real, realizaron muchas películas juntos. ‘Desde la terraza’ demuestra una vez más la perfecta compenetración de ambos, que se lo debieron pasar en grande dando vida a un matrimonio que está continuamente enfrentado por infidelidad. Las alusiones de carácter sexual pueden leerse entre líneas —eran otros tiempos y la censura no permitía ciertas cosas— en una película más fuerte y terrible de lo que parece a simple vista con su aspecto de fastuoso melodrama. Una película que parece señalar que el éxito laboral y el amor no pueden ir juntos de la mano.
La exaltación de los sentimientos
El mismo año que Elmer Bernstein lograba uno de los scores más famosos de toda la historia del cine con ‘Los siete magníficos’ (‘The Seven Magnificent’, John Sturges, 1960), una música épica y llena de emoción, en ‘Desde la terraza’ compone otra gloriosa pieza de música, que alcanza su máxima expresión en los instantes entre Paul Newman y la desconocida Ina Balin, preciosa actriz que no se prodigó mucho en cine, y que realiza una sentida interpretación, la figura física del amor verdadero, el bien más preciado que un ser humano puede conseguir, más allá de toda riqueza o reconocimiento público.
Esa reivindicación del amor, no exento de una gran ironía en el guión de Ernest Lehman, excelente guionista especialista en conflictos emocionales de envergadura, logra los mejores momentos en ‘Desde la terraza’ —sugerente título que alude a un modo de ver la vida—, glorificados por Robson y sus movimientos de cámara, sobre todo en ese maravilloso plano final que eleva los sentimientos por encima de todo lo demás.
Paul Newman se convertiría en un grande con películas como ésta —un personaje en cierta medida atormentado por su pasado, muy en la línea de los que gustaba de interpretar—, que le volvía a reunir con un director de la vieja escuela, algo que volvería a repetir en su siguiente film, donde trabajaría con uno de los grandes: Otto Preminger.
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