‘El cerebro de Frankenstein’ (‘Frankenstein Must Be Destroyed’, Terence Fisher, 1969) supone la apuesta más arriesgada y retorcida realizada sobre el universo del famoso barón en el seno de la Hammer, y muy probablemente en la historia del cine. También ha sido una de las obras en las que el maestro británico ha tenido mayor número de problemas en su filmación. Un accidente de tráfico le había impedido filmar alguna película más, y ésta la dirigió en un afectado estado de salud.
Creo que estamos, a pesar de las dificultades de rodaje —que casi siempre terminan afectando a la calidad de lo filmado—, ante el mejor título de la saga dentro de los límites de la Hammer. Un film extraordinario que supone una nueva muestra del talento de un director a veces no lo suficientemente valorado, que esconde un equilibro ético/estético de lo más sugerente, y cómo no, una portentosa interpretación de Peter Cushing, sin duda, el mejor Victor Frankenstein que ha dado el cine.
El inicio de ‘El cerebro de Frankenstein’ no deja lugar a dudas de las intenciones. En una localidad británica somos testigos de un crimen, no vemos el rostro al asesino, sólo sus elegantes zapatos. Cuando descubre a un ladrón en su casa, Fisher muestra el rostro del personaje, es un rostro monstruoso, casi podríamos pensar que se trata de una de las criaturas del barón. La sorpresa es que es el propio barón, con una careta. Con el gesto de quitársela, las intenciones de los guionistas quedan claras. El monstruo de la película será el propio barón.
Crueldad
Tras ese prólogo, en el que el barón huirá a otro lugar para seguir sus investigaciones, Fisher se volverá terriblemente cruel con la mayoría de los personajes en un descenso sin frenos a los infiernos creados por una mente privilegiada como pocas, pero cuyos métodos sobrepasan lo moral. De hecho, en el film Victor Frankenstein está por encima del bien y del mal. Sirva como ejemplo la impresionante, y sarcástica, charla que el barón tiene con determinados aristócratas con ojos ciegos para los avances científicos. Pocas veces se ha insultado a alguien con tanta elegancia, y razón.
Como en muchos de los títulos de la saga, el universo del barón se expande hacia lo indecible. Aquí deberá contactar con otro eminente doctor que ha descubierto el secreto para trasplantar cerebros, y cuyos avances y excesivo trabajo le han llevado a ser internado en un manicomio. La tarea del barón será sacarle de allí y trasplantar su cerebro a otro cuerpo, para así poder seguir ambos con sus experimentos. Las cosas evidentemente se complican. Fisher mezcla elegancia, algunos golpes de efecto y un muy cuidado romanticismo, como en el anterior film de la serie.
Elegancia en la puesta en escena, más dinámica que nunca. Golpes de efecto muy bien insertados, como los sucedidos en el prólogo, o cómo no, en la vital secuencia de violación del personaje de la sex symbol Veronica Carlson por parte del barón; secuencia que ni Cushing ni Fisher querían filmar, pero el productor obligó a ello. Se demuestra aquí que a veces la decisión de un productor es de lo más acertada. La secuencia termina de definir al más malvado y desgraciado de los Frankenstein que han aparecido en una pantalla.
Retorcida
A ello contribuye la interpretación de Peter Cushing, más salvaje que nunca, más vivo si así se quiere decir, prestando no sólo su espectacular condición física —al actor le encantaba hacer muchas de las secuencias de acción— sino su capacidad de resultar fascinante y odioso al mismo tiempo, también de una inquietante facilidad para recitar sus diálogos con una seguridad que asusta, nunca mejor dicho. A su lado destaca un Freddie Jones como nueva “criatura”.
Y es precisamente en el tratamiento de la historia de Jones donde se halla un romanticismo tan feroz como triste. Al estar el cerebro en otro cuerpo y visitar a su esposa, ésta le teme por no reconocerlo físicamente, pero atesora el film un momento muy bello, aquel en el que él le habla a su mujer tras un biombo, para que no pueda verle, detalle éste de rabiosa actualidad en la era de Internet. Pero en esta película no hay esperanza ni para el amor.
No sólo fallecen personajes secundarios de relevancia —cabe citar el asesinato de Verónica Carlson a manos del barón como si se tratase de una segunda violación—, también la criatura, en realidad un eminente médico en otro cuerpo, se enfrenta a su creador cargando con él al hombro y pereciendo en el siempre purificador fuego. Un desenlace lleno de fuerza que cierra toda posibilidad de continuación. Al año siguiente la Hammer volvería sobre el mito en lo que parece una precuela de todo.
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