‘Frankenstein’ (‘Mary Shelley’s Frankenstein’, Kenneth Branagh, 1994) es un film producido por Francis Ford Coppola, que tras su exitosa ‘Drácula’ (‘Bram Stoker’s Dracula’, 1992), quiso hacer una especie de binomio con el presente, que incluso estaba dispuesto a dirigir. Sin embargo, en aquellos años el joven Kenneth Branagh estaba en su apogeo artístico como director, y Coppola le ofreció la silla de director. Negarse era una locura.
A pesar de que el director de ‘El padrino’ (‘The Godfather’, 1972) declaró arrepentirse de su decisión, debido a que en el set tuvo enormes diferencias creativas con Branagh, lo cierto es que ‘Frankenstein’ en manos de alguien que conoce muy bien el universo de Shakespeare, ofrecía unas posibilidades nunca vistas hasta ese momento. Los dos escritores británicos unidos en una prodigiosa obra que emana romanticismo por los cuatro costados, en manos de un Branagh pletórico que controla en todo momento su pasión.
El inicio del film nos lleva al centro de la odisea del capitán Robert Walton (Aidan Quinn), obsesionado con encontrar una ruta hacia el polo norte. Casi en el límite de lo conocido, Walton se encontrará con un hombre llamado Victor Frankesntein (Kenneth Branagh) que persigue, y es perseguido, por algo que al final del film simbolizará todo aquello de lo que es capaz un hombre con una pasión incontrolable. Victor contará a Walton la historia de cómo ha llegado hasta ahí. ‘Frankenstein’ transcurre en flashback.
Pasión
En dicho flashback Branagh se salta a la torera el punto de vista, lo cual puede verse como un fallo, o como una ficción novelada dentro de otra ficción, que se supone realidad, y al mismo tiempo es fábula —la película en sí—. La historia que prácticamente todo el mundo conoce, pues ha sido contada miles de veces, aunque nunca con la pasión, casi enfermiza, de un Kenneth Branagh totalmente desatado y entregado a la causa.
Con el riesgo de que el espectador ya sabe mucho sobre el mito del barón y su criatura, Branagh se arriesga, con toda la lógica del mundo, al presentar la historia con una controlada grandilocuencia que no hace otra cosa que manifestar sus enormes cualidades como narrador —hoy día desperdiciadas en venderse al mainstream más ramplón—, como director de actores y como escultor de emociones. Si algo le podemos atribuir a esta versión del mito de Mary Shelley es precisamente emoción, a muy alto nivel.
Así pues, el entramado dramático del ‘Frankenstein’ de Branagh se encuentra en un equilibro de crescendo dramático —donde poco a poco el director va añadiendo nuevos dilemas además de la creación de la criatura: la incomprensión, la ignorancia, el amor…— a la par con una puesta en escena vigorosa, en la que la cámara es un testigo virtuoso de los hechos. Magnificando cada secuencia, adornada de una dirección artística atrevida —esa enorme escalera de la mansión—, y que alcanza su clímax con la portentosa secuencia en la que Victor da vida a su creación, en la que se mezcla pasión con genio y locura.
Grandiosidad
La sombra de Shakespeare asoma en la delicadeza y romanticismo de la historia de amor entre Victor y Elizabeth —Helena Bonham Carter, que encontró el amor en su compañero de reparto y director durante la filmación—; en ella Branagh se revela como un intérprete excelente al dar vida a un hombre obsesionado, atormentado y enamorado. Y por si no queda clara dicha sombra, el film se retuerce al proponer a la prometida del creador como la nueva compañera de la criatura. Bravo por los dos guionistas —destaca, cómo no, Frank Darabont— y por la lectura de Branagh.
Llama la atención que la historia “conocida”, el relato en sí, está a su vez entre un prólogo y un epílogo que, en un contexto de paisaje helado, posee un abierto tono onírico, también fantasmagórico. En ellos, una criatura llora por su padre, quien nunca le puso un nombre —ingenioso detalle que desarrolla uno de los mejores elementos del relato, la identidad—, y perece a su lado por el fuego purificador mientras un capitán termina dominando su propia locura y obsesión, calmando así el miedo atávico del hombre a lo desconocido.
Nacimiento, vida y muerte se dan la mano en una película grandiosa, en el sentido literal del término. El milagro surge de la unión del cerebro de Darabont —siempre con relatos muy bien desarrollados y cerrados— y el corazón de Branagh, ambos dando protagonismo a lo emocional, uno con apasionantes diálogos, el otro con una cámara llena de vida. Robert De Niro compone, además, al “monstruo” más reflexivo, pasional y patético de cuantos Frankenstein ha creado.
Ahora añadidle la música de Patrick Doyle.
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