Nombrar a Paul Verhoeven era, hace cierto tiempo, sacudir la polémica. No hay película en su obra que no muestre una facción rebelde y un pie por delante de las líneas que no deben cruzarse. Era curioso, cuanto menos, que una película con una premisa tan radical como ‘Elle’ (2016) se estrenara en medio de una de las épocas más proclives a perpetuar la corrección política como medida cautelar y la autocensura como vía de integración social, el constante maquillaje del arte como manera de encajar.
Y sí, sorprende que la película se atreva a frivolizar con algo tan sensible como la violación en pleno 2016, con la atípica reacción de una mujer madura ante un asalto violento, que se nos muestra nada más iniciar el metraje. Aunque el ruido generado con este particular no tenga demasiada consistencia, puesto que no es este el centro que sostiene la película sino que más bien funciona como el ojo de buey de la mirada caleidoscópica a la compleja personalidad de la mujer que da nombre a la película.
Que la obra de vueltas o muestre cierta monotonía en torno al hecho mismo de la violación no quiere decir que, en absoluto, sea un leit motiv genérico, cual rape and revenge. Tan sólo es un hilo conductor hacia el mundo de reacciones sorprendentes del personaje de Michèle, interpretada de forma fantástica por Isabelle Huppert, una mujer con un pasado oscuro, una vida de éxito y un cúmulo de problemas que parecen destaparse de golpe con el episodio del ataque sexual.
Brillante estudio de personaje
Todos los códigos del primer cine del director parecen haberse desplegado y, durante la primera media hora se van condensando en un entramado de suspense creciente mientras van creciendo las subtramas que se entrecruzan en la vida de la protagonista. Llegado cierto punto de la trama, Verhoeven da un golpe en la mesa para demostrar que la película no es lo que el espectador está esperando y desvela que, en realidad, estamos asistiendo al estudio de un personaje embebido en un drama que rechaza el victimismo o la demonización de sus protagonistas.
La gran virtud del holandés es mostrar personajes dodecaédricos, humanos y grises, cuyas reacciones van levantando las escamas del thriller que ‘Elle’ nunca llega a ser, para dejar a la vista el fino sarcasmo de sus contradicciones. El argumento, realmente, es un sacacorchos que da vueltas sobre si mismo durante una desproporcionada duración de más de dos horas en las que subvierte temas satélite como el sexo, muerte, paternidad, jerarquías o brechas de género.
La contorsión de la psicología de Michèle tiene efecto en los primeros compases, pero una vez convierte su investigación en un juego de sadomasoquismo, el interés decrece de más a menos, dejan de interesar sus estoicas reacciones y el espíritu provocador se torna monótono y reiterativo. Las historias con los personajes secundarios, su hijo, sus amantes y compañeros de trabajo distraen al director y divaga en sus giros sin retomar el pulso inicial en ningún instante y cuando parece haber encontrado su película, el espectador ha perdido el equilibrio entre sus expectativas y su fatiga.
Telaraña de líneas de fuga sin cierre
El escaso efecto que parece tener en la protagonista todo el peso de las sucesivos reveses en su madurez, podría ser una reacción, pero la inclusión de una turbia historia paterna en la que estaría implicada añade un ángulo muerto al personaje, aunque, de nuevo, nunca llegamos a saborear las consecuencias de esa historia más allá de la frialdad de Michèle y su capacidad para maquinar con aparente falta de escrúpulos. Hay una indecisión subconsciente entre mostrar o no los efectos de una catársis que nunca llega y que nos pregunta si el personaje era o no así antes de ser violada.
A Verhoeven le importan poco las convenciones, pero a pesar de vivir en un periodo cultural que necesita del autor que nos enseñó a ser escandalizado con películas como 'Vivir a tope' (Spetters, 1980), su última obra muestra una faceta algo cínica en un director que pretende seguir siendo él a cualquier precio. Y aunque ‘Elle’ sea desobediente, un poco solo por el hecho de serlo, postpone su militancia para abrir un abanico en el que no cabe todo lo que quiere, resultando, en esencia, un drama irónico que juega al engaño y ofrece pecados algo caducos, mucho más insulsos de lo que pretende.
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