'Elena', la auténtica familia

Se acercan las navidades e inevitablemente uno echa la vista atrás en busca de los títulos más destacados, esos que para bien o para mal han dejado su huella en la cosecha cinematográfica de 2012. Hoy os voy a hablar de una de las mejores películas que he visto a lo largo de este año —y de las menos indicadas para ver en familia—, ‘Elena’ (Andrey Zvyagintsev, 2011), estrenada en los cines españoles el pasado 20 de julio.

‘Elena’ es uno de esos trabajos de sello europeo que van acumulando galardones —premio del jurado (sección “Un certain regard”) en Cannes 2011, mejor actriz en el festival europeo de Sevilla…— y buenas críticas, y cuando por fin llegan a las carteleras, con escasa publicidad y pocas copias, son eclipsadas por novedades con mayor gancho comercial. No pretendo decir que con más anuncios en prensa o televisión y una mayor presencia en salas este film ruso habría conseguido entrar en el top 10 de la taquilla, pero tengo la sensación de que las distribuidoras son demasiado conformistas y cobardes, no confían en el público y lo dividen en grupos que alimentan según su propia (y equivocada) clasificación. Sí, ‘Elena’ es un relato difícil, incómodo, seco, pero también lúcido, emocionante y (a pesar de la cruda realidad que muestra) hermoso; no dejará a nadie indiferente.

La historia parte de un guion escrito por el director junto a Oleg Negin, quien empezó a elaborar la trama a raíz de un caso auténtico, las amargas sospechas sobre la verdadera causa de la muerte de un familiar. Cuenta Zvyagintsev que le interesaba plasmar cómo el dinero transforma al ser humano así como el deseo de supervivencia a toda costa. Y abarca estos temas con sutileza y precisión, sin cargar las tintas ni forzar el relato, logrando dar la sensación de estar observando el comportamiento de sujetos auténticos que han accedido a ser grabados por un respetuoso documentalista. Los escasos y elegantes movimientos de cámara así como unas tomas de larga duración capturan los pequeños detalles que hacen creíbles la “realidad” de los personajes y su entorno.

Es muy significativa la secuencia inicial. En la primera escena la cámara permanece inmóvil —solo hay un ligero cambio de enfoque— y el espectador busca el elemento de interés: ¿las ramas?, ¿el cuervo?, ¿la casa? La luz del Sol entra en el encuadre, está amaneciendo, y entonces Zvyagintsev te introduce en el apartamento. Por el espacio y la decoración uno deduce que la vivienda pertenece a gente adinerada. Sin embargo, la primera persona que vemos no encaja en ese escenario. El dormitorio, el aspecto y la actitud de Elena (Nadezhda Markina) son más propios de una empleada del hogar. Cuando acude a despertar a Vladimir (Andrey Smirnov) y le prepara el desayuno, las piezas empiezan a encajar… No se explica nada, el espectador debe obtener la información sobre los personajes y los conflictos mientras transcurre la acción. Y durante el proceso, cada uno interpretará los hechos desde su punto de vista.

Puede que la puesta en escena asuste a un determinado público —acostumbrado a la velocidad y la sobredosis de información del cine norteamericano— pero es absolutamente coherente con la narración y fundamental para crear la ilusión, para dar vida a los personajes y mantener al espectador pendiente de cada plano, de cada gesto y cada frase. Vladimir y Elena están casados y cada uno tiene un hijo de un matrimonio anterior; pero no forman una familia, Vladimir y su hija van por un lado y Elena con su hijo, nuera y dos nietos van por otro. Cuando surge un problema económico en la rama familiar de ella, el marido subraya los límites de la relación —fijados por él (que tiene el dinero, el poder) de manera fría y “razonable”— y aconseja a Elena que sea más severa con su vástago. Ella pone entonces sobre la mesa la relación de Vladimir con su hija y éste zanja el asunto negándose a discutir. Pero la preocupación sigue ahí…

Aunque la película tiene lugar en Rusia, y Zvyagintsev nos muestra las tripas de su país, lo esencial es el descarnado y certero retrato de las relaciones humanas y familiares y de cómo el dinero lo cambia todo. De igual modo, el cineasta ruso plantea interesantes cuestiones sobre la educación, el entorno, la crisis económica, la moralidad, la culpa e incluso el futuro del ser humano. Allí, aquí y en cualquier parte, porque en esencia no somos tan diferentes. Se le puede achacar cierta parsimonia —quizá podría el realizador haber agilizado determinados tramos, como hace en la extraordinaria secuencia de la pelea callejera— pero la formidable labor de creación de personajes, la exquisita puesta en escena —apoyada en los impecables trabajos de fotografía (Mikhail Krichman) y acompañamiento musical (Philip Glass)— y la lucidez en la exposición del amplio abanico temático convierten el film en una experiencia fascinante.

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