No cabría afirmar con contundencia que el anuncio del cierre del estudio Ghibli nos pillara completamente desprevenidos. Lo que resultó incuestionable fue la tristeza que acompañó a la decisión del estudio comandado por Hayao Miyazaki de abandonar la forma de hacer animación, después de cinco décadas donde cada nueva producción salida de sus hornos se convertía en un acontecimiento celebrado efusivamente por sus legiones de admiradores.
Y si dicha despedida se llevó a cabo de facto de la mano de 'El recuerdo de Marnie' ('Omoide no Mânî', 2014), la que los amantes del universo Ghibli sentimos muchísimo más de cerca fue la que supuso 'El viento se levanta' ('Kaze tachinu', 2013), el muy personal proyecto con el que Miyazaki decía un adiós que muchos pensábamos que sólo iba a llegar con el fallecimiento de tan fundamental y entrañable figura dentro del séptimo arte.
Felices por las noticias de estar trabajando en una nueva producción, 'Kimitachi wa Dou Ikiru ka', y emocionados por saber a quién se dedica, y lo que ello podría provocar cuando esté finalizada —algo para lo que, según parece, habrá que esperar tres o cuatro años—, nos disponemos hoy a reflexionar sobre el que ahora es el penúltimo trabajo de Miyazaki. El agridulce punto y aparte que se configuró con esta aproximación a la figura del ingeniero aeronáutico Jirō Horikoshi.
La maravilla y la perfección de Miyazaki (y Ghibli)
Y hagámoslo comenzando por un apartado que se antoja innecesario por cuanto hablar de Ghibli es hacerlo de la impresionante perfección a la que el estudio siempre ha accedido desde que Miyazaki firmara, hace ya treinta y tres largos años, aquella maravilla llamada 'Nausicaä del valle del viento' ('Kaze no Tani no Naushika', 1984), muestra temprana del extremo mimo y la intensa pasión que el cineasta nipón ha puesto siempre en cada título que ha salido de su sello.
Sólo hace falta verlo trabajar —y nada mejor para ello que ver el documental que mi compañero Juan Luis recomendaba hace unos días y que, por si acaso, os he vuelto a incluir como encabezamiento de esta sección— para ser conscientes de que la implicación del mangaka japonés con sus filmes va más allá, muchísimo más allá, del afán por el vil metal que, en términos generales, mueve a la industria cinematográfica.
Miyazaki es un ARTISTA, y como tal confiere a sus obras de una parte de él, cuidando en extremo todo aquello que rodea la configuración de sus películas. Unas películas para las que el responsable de 'Porco Rosso' ('Kurenai no buta', 1992) desarrolla exhaustivos storyboards que son auténticos guiones gráficos —Miyazaki nunca escribe guiones al uso para sus criaturas— y base que los animadores de Ghibli siguen más o menos al pie de la letra, completándolos con unos fondos capaces de quitar el hipo.
De arrebatadora belleza plástica, todo lo que enmarca la acción de 'El viento se levanta' es de un virtuosismo visual sobrecogedor, y la forma en la que nos traslada de manera inequívoca al Japón de principios del siglo XX sólo es una cualidad más que sumar al preciosismo con el que se engarzan localizaciones y el cuidado por el detalle que rezuman todas ellas, ya estemos hablando de un paisaje, de la casa del protagonista, del estudio en el que trabaja o de los hangares en los que se fabrican los secundarios por excelencia del filme: esos aviones que tanto apasionan a Miyazaki.
Por amor al aire
Porque, antes de cualquier otra disquisición negativa con respecto a ciertos aspectos del discurrir de 'El viento se levanta', hay que aclarar que, al margen de elevarse como sentido homenaje a su padre —y por ende a toda la generación de japoneses que comenzaron a construir la tecnificada personalidad que hoy ostenta el país del sol naciente—, es esta producción una desaforada declaración de amor hacia el mundo de la aviación.
Constante que siempre ha estado más o menos presente en los filmes de Miyazaki —lo estaba en 'Nausicaä', de forma más ostensible en 'El castillo en el cielo' ('Tenkū no Shiro Rapyuta', 1986) y, por supuesto, en 'Porco Rosso'— la extrema filia del cineasta por las máquinas voladoras cobra aquí más protagonismo que nunca al poner en pie el artista una historia que sigue, como decíamos, la trayectoria vital de Jirō Horikoshi, el ingeniero responsable de esa maravilla de la técnica que fueron los cazas Zero.
Impregnada de una melaconlía abrumadora y de cierta carga de añoranza hacia el Japón que fue —un sentimiento éste que la preciosa partitura de Joe Hisaishi no hace sino poner de relieve una y otra vez—, es el sesgo del filme dedicado a seguir de cerca la obsesión de Horikoshi por lograr el aeroplano perfecto, sus ensoñaciones con un diseñador italiano y las virtuosas maneras en que Miyazaki nos hace partícipes de todo ello la que se alza como mejor baza de un filme que, no obstante, cojea de gravedad en su vertiente dramática.
El drama que no transmite 'El viento se levanta'
Resulta desafortunado que, mientras 'El viento se levanta' nos llega con fuerza en lo que a la temática de aviación se refiere, no lo haga igual cuando el foco de atención del filme se desvía hacia la historia de amor de su protagonista con la que fue su esposa, sintiéndose todo lo que se ocupa de Naoko como un añadido molesto que se prolonga mucho más de lo debido y que, además, fuerza a que la duración de la cinta supere las dos horas; algo que nunca nos había molestado en los filmes de Ghibli pero que aquí se percibe como impostado.
Que así se sienta en una primera aproximación —y así se siga antojando en la revisión que he efectuado con motivo de esta entrada— es lo que provoca la apreciación agridulce hacia esta que fuera la despedida, aparentemente definitiva, de Hayao Miyazaki: el desequilibrio que ostenta el metraje entre sus dos vertientes y el desinterés con el que se contempla la trágica historia de amor del personaje central no queda suplido ni por lo relevante del acercamiento historicista a su figura ni, lamentablemente, por lo imaginativo de aquello que nos introduce en sus sueños.
'El viento se levanta' queda así como epitafio —afortunadamente temporal— de una forma de hacer cine de animación y de contar historias con tan bello vehículo que, toda vez se estrene el que ya sí será último filme de Hayao Miyazaki, cerrará si nadie lo evita —y no parece que nadie tenga interés por hacerlo, la verdad—, un muy relevante capítulo de la historia del séptimo arte que, a menos a ojos del que esto suscribe, pervivirá en la memoria cinematográfica muchísimas décadas más que una gran parte del cine de animación digital que nos ha llegado en los cuatro últimos lustros.
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