El remake del clásico dirigido por Robert Eggers es impresionante a nivel visual, pero deja bastante que desear en la caracterización de Bill Skarsgård
Había expectación por la que se consideraba la última gran carta del cine de terror en un año en el que ha tenido decenas de películas importantes. El regreso de Robert Eggers al género, tras abandonarlo del todo en ‘El hombre del norte’ y parcialmente en ‘El faro’, parecía una gran oportunidad para ver al genio detrás de ‘La bruja’ volver a lo grande, reinar en el género de nuevo y completar la mejor trilogía de original y remakes del cine de terror. Pero 'Nosferatu' no está a la altura.
Lo cierto es que la realidad es bien distinta, había mucho hype alrededor y las expectativas son traicioneras y las carga el diablo, tanto que el recibimiento de las críticas en Norteamérica estaban hablando de una obra maestra que se queda en una buena superproducción, bonita de ver y difícil de escuchar, por sus subidas de volumen musical para intentar dar miedo, por su guion sobreescrito y por algunas actuaciones histéricas que resultan chirriantes e histriónicas, y no es solo la de Aaron Taylor-Johnson, que está terrible, sino una concreta que dispara en el corazón de la película.
Cómo tirar a la basura todo un primer acto sublime
Durante todo el primer acto todo fluye como se esperaba. Estamos ante un trabajo cuidado al extremo, desde la fotografía en 35mm a la dirección de arte, es un festín para amantes del terror clásico, lo gótico y el material de Bram Stoker original. Cada paso de la llegada de Thomas Hutter al castillo quita el aliento, da miedo y permanece entre las mejores visiones que ha dado el género de esos pasajes, pero tan solo estamos esperando el gran momento, la revelación del conde Orlok que ha sido ocultada en todos los materiales de prensa para reservar la sorpresa (o quizá no sacar a la luz un problema tremendo para el departamento de marketing).
Se nos contaba que Bill Skarsgård había trabajado meses con un entrenador de ópera para bajar su voz toda una octava, los pósters y promos solo dejaban ver su silueta en sombras, se supone que la intención era representar cómo un noble de la zona en decadencia y muchas otras pistas que se resuelven en el momento en el que se nos presenta el vampiro y comienza a hablar con voz grave: es Nandor el implacable. Un Nandor ralentizado y zombificado, pero es que incluso el vestuario nos lleva hacia esa iteración. Maldita seas, ‘Lo que hacemos en las sombras’.
En la serie, Nandor es un antiguo soldado imperial del imperio otomano que acabó masacrando a miles. Obviamente un acercamiento a Vlad Tepes, príncipe de Valaquia que muchas relaciones con este imperio, y hay coincidencias obvias en su ropaje y aspecto visual. El personaje que originó Drácula de Bram Stoker casi nunca ha sido representado de una forma más o menos fiel a los retratos, salvo en el prólogo del ‘Drácula’ de Coppola, que sí incorporó el bigote al personaje, tal y como lo hizo Jess Franco en ‘El conde Drácula’, cambiando el aspecto mítico que se asociaba con Christopher Lee.
Un problema de contraste
La combinación del mostacho, la nariz aguileña y el aspecto pútrido lleno de un maquillaje poco convincente sobre el actor que hizo de Pennywise, sencillamente, no funciona. Examina tus sentimientos. No hay una representación coherente con lo que venimos viendo en el aspecto de Nosferatu, y añadiéndole características de Vlad tan solo se aleja de lo que hace a Nosferatu ser Nosferatu y no otro Drácula más, que es lo que esto acaba pareciendo, aunque el resto de la película beba de la estética de Murnau y Herzog. El problema es que, además, hacen que hable y hable, mostrando una personalidad que coincide demasiado con la parodia del actor Kayvan Novak.
Esto a priori no sería un problema, pero el acento moldavo en inglés, empeorado por una cadencia lenta hasta la desesperación, con una vocalización e impostura artificial y encima pidiendo que le llamen “mi señor”, acaba siendo un bochorno. Es entendible que la filia histórica de Eggers tome como base el personaje original, pero es que parece una caricatura y da a entender que nadie del equipo la hubiera visto antes de rodar. Ningún problema si el objetivo fuera que todo sea un poco grotesco, pero en todo momento el tono es plúmbeo, opresivo, diabólico. Resulta elocuente ver a Nicholas Hoult al borde de las lágrimas solo por la presencia del vampiro mientras las nuestras son por imaginar a este zombie decir “¿Guillermooo?”
Ahora, más de cien años después, nos puede parecer que la encarnación de Max Schrerk es ingenua, fácil de ridiculizar. También podemos asumir que la versión de Klaus Kinski es exagerada. Pero si hablamos de la primera película de horror puro con más de cien años, y aún genera inquietud en algunas escenas, y si Kinski daba miedo hasta en la vida real, no hay nada en ese enfoque que no pudiera seguir funcionado hoy con algunos ajustes. Pero aquí no hay una concordancia entre el monstruo y lo que representa, sus viajes místicos, su invocación casi satánica y su substrato ocultista. Nada coincide con su presencia física o su voz, entonces el trompazo es más grande.
La rebelión de la gente rara
Afortunadamente, Orlok no sale demasiado, pero cada momento en el que se le ve explícitamente rompe con el encanto que la puesta en escena de sombras y expresionismo gótico sugieren del personaje, porque choca con una realidad histórica y de maquillaje muy de látex e irreal, casi de tercera secuela de ‘Subspecies’. Su escena con su sirviente parece un descarte para los extras del Bluray, un momento digno del Barón de la propia ‘Lo que hacemos en las sombras’. Rompe con el tono, desactiva la imponencia del vampiro y no da miedo. Es doloroso reconocerlo, pero aceptarlo evita que cavilaciones intelectualizadas nos alejen de lo que salta a la vista u oído.
Ni siquiera tiene sus colmillos de rata u orejas picudas, que parece una elección para no resultar demasiado serie B, mientras, lo que suponen las capas de maquillaje y representación de la forma de hablar resultan todo de lo que quiere huir, esos detalles que le darían identidad y que emparentaría esta nueva versión con el original. Lo que mata a la película es esa solemnidad y esa búsqueda de coherencia histórica, que acaba resultando involuntariamente graciosa y descarrila el resto de lo está por llegar. Todo es tan exagerado e histriónico que no solo no da miedo, sino que no pocas veces resulta bizarro y torpe.
La representación de Orlok colisiona de frente con su elegante presencia onírica, lo que también condiciona la forma en la que recibimos a un personaje como el de Willem Dafoe, que está exagerado pero resulta hasta comedido frente a esas inflexiones guturales de las “r” ultragraves que supuestamente deben estremecernos. No es el único problema de ‘Nosferatu’, claro, pero es uno que podría haberse evitado y que habría hecho que otros fueran mucho menos importantes, quizá triviales, o al menos que hicieran no hicieran fijarnos tanto en que todas sus taras tienen una misma raíz, una de la que su autor parece no ser consciente.
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