Como estamos pendientes del resultado de las nominaciones a un actor que interpreta a un rey que desarrolla una férrea amistad con un civil, puede ser buen momento de comentar la película ‘El último rey de Escocia’ (‘Last King of Scotland’, 2007) que le sirvió para ganar el Oscar y numerosos galardones más a uno de sus intérpretes: Forest Whitaker, y que también cuenta la historia de una amistad peculiar entre un gobernante y un ciudadano. Bueno, ¿para qué ocultarlo?, surge el momento porque tuve la oportunidad de verla cuando la pusieron anoche en TVE2.
La película está dirigida por Kevin Macdonald. El guion, de Peter Morgan y Jeremy Brock, se parte de la novela homónima de Giles Foden, quien se inventa al personaje ficticio del doctor escocés, Nicholas Garrigan (James McAvoy), para introducir unos ojos en el palacio presidencial, con los que observar de cerca al dictador. Para ello se basa en Bob Astles, un soldado que llegó a consejero de Amin. Éste, además de otorgarse otros títulos rocambolescos, se autoproclamó Rey de Escocia, ya que pensaba que estaba en posición de liberar a esta nación del dominio inglés.
Por supuesto, la interpretación de Forest Whitaker es brutal, como lo ha sido en todas sus encarnaciones. No solo hay un parecido físico que le ayuda, sino que los brotes psicóticos y los arranques de histeria están clavados de forma que producen terror, así como las bromas y la simpatía al principio nos lo acercan tanto que posteriormente cuestionamos lo que hemos sentido. Pero no creo que sea lo único valioso del film.
Resulta especialmente apreciable el uso que se hace del efecto bola de nieve y del punto de no retorno, recurso que encuentra aquí uno de sus más claros ejemplos. El personaje de McAvoy va cayendo dentro del agujero de forma inconsciente e impulsiva, sin darse cuenta del auténtico peligro. Cuando por fin se hace evidente la situación, es demasiado tarde para echarse atrás.
Idealista y activo, pero demasiado joven e impresionable, este doctor cae en la seducción de Amin. No solo se deja comprar con cochazos y una vida de lujos, sino que realmente siente una cierta atracción hacia la figura del presidente. Lo que podría aparentar ser un lento inicio del film es el inteligente estudio psicológico de este proceso de conquista, imprescindible para que se extienda lo que llega más adelante.
Al mismo tiempo, sin que sea el auténtico protagonista, se hace un retrato tan certero de Idi Amin, tan humanizado, que casi es posible comprender sus decisiones. Se transmite la sensación de que cualquier persona, hasta la más cuerda o bondadosa, en la situación de gobernar un país con más poderes de los que otorga la democracia, se vería obligada cometer actos de la índole de los que comete este dictador. Por supuesto, en este caso también se deja claro que se trataba de un chalado que actuaba por capricho y no se justifica ninguno de sus actos, pero la penetración psicológica es tan honda que se llega mucho más allá de la mera constatación maniquea de la locura de un jerarca absolutista. Podría pensarse que un retrato tan profundo es mérito únicamente del actor, pero hasta el mejor intérprete necesita una buena base de guion para llegar hasta algo como esto.
Es interesante, asimismo, la progresión en la presentación de su crueldad, es decir, en la imagen que se ofrece al espectador del comportamiento del dictador. Al igual que el personaje de McAvoy —quien encarna al verdadero protagonista porque es su punto de vista el que se toma— va aprendiendo cosas sobre la forma de ser de este hombre, lo aprende quien ve la película. El cambio, de un extremo al otro, se ofrece con progresión y credibilidad. Si se conocen desde el inicio los hechos históricos, se echará por tierra este efecto de sorpresa que puede ser uno de los mayores alicientes de ‘El último rey de Escocia’.
Desde la distancia y el conocimiento de los sucesos, es fácil tachar de ingenua la aproximación de Garrigan. Pero esta candidez inicial no es exclusiva suya, ya que su percepción de Amin es la misma que tienen los ugandeses y la opinión internacional, cuando parece un gobernador generoso y preocupado por sus ciudadanos. El personaje del doctor funciona, de esta forma, como una representación de esta opinión pública que tardó mucho en darse cuenta de la verdadera naturaleza del jefe de estado y, por lo tanto, se convierte en mucho más que un mero personaje. Esta historia de amor-odio no se produce entre el médico y el presidente, sino entre el pueblo y su gobernador.
Dentro de lo que son los biopics y las películas históricas, que suelen resultar aburridos porque están cortados por el mismo patrón, éste destaca bastante. Las peculiaridades del personaje real en el que se basa —de quien se sospechaba que cometía canibalismo, además de las atrocidades que ejecutó como dictador— se prestaba para un interesante retrato.
Gillian Anderson, Simon McBurney y Kerry Washington completan el elenco con buenas interpretaciones para personajes de poca envergadura y que se introducen para servir claros propósitos de guion. McBurney cuenta con un interesante personaje que podría haber tenido un mayor peso en la historia, si ésta hubiese estado enfocada más hacia lo político que hacia lo personal.
Macdonald —‘La sombra del poder’ (‘State of Play’, 2009)— refleja con cámara en mano los convulsos hechos de una época no menos agitada. La dictadura de Amin duró desde 1971 hasta 1979 y el director homenajea el cine de aquellos años con efectos de montaje y otras recreaciones en lo que a la estética se refiere.
Mi puntuación:
Otras críticas en Blogdecine:
‘El Último Rey de Escocia’, un inmenso Whitaker sostiene una floja película, por Juan Luis Caviaro.
‘El Último Rey de Escocia’, inmenso Forest Whitaker, por Alberto Abuín.