‘El último exorcismo’ (‘The Last Exorcism’, Daniel Stamm, 2010) ha sido uno de los grandes éxitos en los Estados Unidos durante el año pasado —como siempre, nuestra querida distribución ha hecho una vez más que una película se retrase en su estreno más de lo debido, pero ése sería otro tema—. Su coste fue de unos ajustados dos millones de dólares y su recaudación supera ya los 50 millones de dólares. Todo un logro, y no me extrañaría leer en breve que se está cociendo una secuela, o precuela, o spin off, o saga en versión western. Evidente desde un prisma económico, la jugada tendría toda la lógica del mundo y sería de tontos no hacerla. Pero el cine es algo más que un negocio —en estos tiempos casi cuesta creerlo— y si esta historia de exorcistas cámara en mano ha de seguir expandiéndose que sea de otra forma distinta a la presentada aquí.
Cuando se habla de exorcismos en el séptimo arte irremediablemente todos nos acordamos del mítico film de los 70 ‘El exorcista’ (‘The Exorcist’, William Friedkin, 1973), que al son de Mike Oldfiled nos adentraba en lo que casi se convertiría en un nuevo género, y de enorme aceptación sobre todo en los Estados Unidos. Es sin duda la película más famosa al respecto, y a su lado las demás muestras de exorcismos cinematográficos parecen empequeñecerse, incluida esta ‘El último exorcismo’, que bebe, cómo no, de dicho film, añadiendo además el estilo impuesto a finales de los 90 por ‘El proyecto de la bruja de Blair’ (‘The Blair Witch Project’, Daniel Myrick, Eduardo Sánchez, 1999), otro exitazo en yanquilandia, un American Gothic, que personalmente me parece la tomadura de pelo de los 90. Dicho film instauró el llamado falso documental, que en los últimos años ha sido todo una moda, sobre todo dentro del cine de terror.
Lo único interesante de ‘El último exorcismo’ es que en ella el protagonista no es un cura o sacerdote con una fe a prueba de balas, conocedor de todos las artimañas del Diablo para poseer a una persona, no. Aquí tenemos al padre Cotton Marcus que, acompañado por un equipo de televisión, va enseñando al respetable los secretos de su profesión. Con la fe perdida hace ya tiempo, está convencido de que la mayoría de los casos de exorcismos son en realidad casos de desordenes mentales, o en muchos casos producto de la profunda ignorancia que existe en determinadas zonas de los Estados Unidos. No escatima en montar un numerito para sus clientes —altavoces escondidos por los que se emiten desgarradores gritos demoníacos, crucifijos de los que sale humo, y varios artilugios más—, y si su ayuda a curar de alguna forma a una persona que se cree poseída, habrá hecho también el trabajo de Dios.
Sin embargo, ese punto tal vez novedoso en este tipo de films, no pasa de ser algo meramente anecdótico. Marcus efectivamente es un personaje muy interesante, y gracias a la convincente interpretación del televisivo Patrick Fabian, cae simpático al espectador a pesar de su descarada desvergüenza en aprovecharse de gentes con poca cultura y fáciles de engañar. Pero el carisma del padre Marcus no es suficiente para hacer interesante una historia que si bien tiene cierto interés en su primer tercio, enseguida se vuelve tópica y termina con una serie de concesiones a todas luces innecesarias. De esta forma, un relato que se adentra de lleno en el la América profunda con sus particulares prejuicios y creencias, se va convirtiendo poco a poco en un más que sobado relato de terror, con giro final incluido que no excluye efectismos varios.
Hasta ese final de lo más desconcertante, en el que prácticamente se cambia de tono —incluso se respira el aire de films como ‘The Wicker Man’ (id, Robin Hardy, 1973) o ‘The City of the Dead’ (id, John Moxey, 1960)—, ‘El último exorcismo’ parece querer escapar de lo de siempre, no mostrando más de lo debido. La película intenta hacer hincapié en el miedo a lo desconocido, y pretende ser ambigua —¿está la chica poseída, es la reacción a la muerte de su madre o por una posible relación incestuosa?—, pero todo se queda en la superficie, y el estilo de documental termina siendo una mera pose estética en la que no faltan desencuadres y desenfoques intencionados. Por no hablar de los comportamientos de los personajes en algún instante —¿por qué la reportera le regala sus propias botas a la chica supuestamente poseída por un demonio?—, que rozan lo incompresible.
La desconocida Ashley Bell tiene consigo el difícil papel de chica poseída, y hay que decir en su favor que evita caer en la exageración, a pesar de los numeritos de contorsionismo. En dichos instantes no se utilizaron efectos visuales; la propia actriz realiza esos movimientos con su cuerpo de gran flexibilidad y movilidad, con resultados más que convincentes. Es una pena que su interpretación quede eclipsada por el carisma de Marcus, y completamente anulada por diez minutos finales en los que las prisas y el querer impactar a toda costa al espectador se convierten en los protagonistas del relato. Al respecto sólo me queda disfrutar de las reacciones de cierto tipo de espectadores que se creen al pie de la letra que lo visto en pantalla es verídico —ya me los he encontrado—, y todo por ese aspecto de documental. Ver para creer.