Existen ciertas películas que no terminas bien de explicarte la razón de su escaso impacto en la memoria cinéfila, así como de su tímida recepción popular y de la condescendencia de la que fueron objeto por parte de la crítica. Tengo mi propia teoría, quizá un poco descabellada, quizá no tanto: a menudo se reciben las películas con un exceso de expectativas, o con total falta de ellas, lo que propicia que las que se quedan en el interregno, es decir, las que no nos dejan fríos pero tampoco nos vuelven locos en un primer momento, no sean apreciadas como merecen. Y entre esas a veces se rescatan bastantes que son más que notables. Entre estas últimas, no tengo ninguna duda de que se encuentra la quinta película dirigida por el recientemente fallecido Anthony Minghella (a la temprana edad de cincuenta y cuatro años), que adapta de manera magistral la ya de por sí magistral novela de Patricia Highsmith, sobre uno de los personajes más turbadores y fascinantes que ha dado la literatura y el cine, el enigmático y resbaladizo Tom Ripley ya llevada al cine veintinueve años antes por René Clement y con un magnífico Alain Delon.
Es lógico que tras el enorme éxito y los nueve Oscar de la maravillosa (y no siempre valorada como tal) ‘El paciente inglés’ (‘The English Patient’, 1996), el siguiente trabajo de Minghella fuera recibido con suspicacia y con excesivo recelo. Así fue. Además, el recuerdo de ‘A pleno sol’ (‘Plein soleil’, 1960) pesaba mucho. Pero, personalmente, si he de quedarme con una de las dos, me quedo con la de Minghella, por la sencilla razón de que explota al máximo las posibilidades de una historia increíblemente compleja e intrincada que Clément no aprovechaba en todo su potencial, y con la que Minghella, sentándose primero en solitario para componer el guión, y luego en labores de dirección de actores y puesta en escena, demuestra un talentazo y un buen gusto que es una verdadera pena que no se prolongara por más películas, porque es realmente admirable en las tres disciplinas. Eso sí, respaldado por un repartazo en estado de gracia y por un equipo técnico de primerísima línea, que hacen de este viaje a las tinieblas una verdadera gozada, cuyos sucesivos visionados provocan un placer intenso y casi maligno.
He de reconocer que, en su momento, no lo tenía muy claro con la elección de Matt Damon, pero ahora mismo no puedo imaginarme un Ripley mejor. No solamente él y Delon, también Barry Pepper, Dennis Hopper y John Malkovich le han dado vida en adaptaciones de otras novelas del personaje. He de decir que el de Boston les gana la partida a todos de calle. Tanto es así, que hoy día me resulta imposible leer cualquiera de las cinco novelas de Highsmith sobre el personaje y no poner el rostro de Matt Damon en Ripley. Siendo un actor siempre sólido, creo que esta es una de sus dos o tres mejores interpretaciones. A su lado, el no siempre sólido Jude Law hace el papel de su vida como Dickie Greenleaf. Tanto es así que, aunque el personaje de Law es necesariamente secundario, y que desaparece durante gran parte del metraje, su peso en la imagen es tan grande como el de Damon, y su recuerdo y su ausencia casi se sienten más que su presencia. No son los únicos, pues Gwyneth Paltrow, Cate Blanchett, Philip Seymour Hoffman, el gran Jack Davenport o James Rebhorn, están perfectos todos, en un reparto sin fisuras, collage de rostros magnificamente dirigidos, en una suerte de relevo contínuo para esta tragedia vestida de suspense.
El perdedor sin escrúpulos
Dicen que la Highsmith escribió esta novela durante un viaje con el que cruzó media Europa, viaje sufragado con las ganancias de su primera novela, ‘Extraños en un tren’, que adaptaría de forma magnífica Alfred Hitchcock en una de sus películas más vibrantes. Realmente sentimos, viendo la adaptación de Minghella, que viajamos por media Europa, una Europa muy diferente a la de hoy día (mucho más luminosa, limpia y serena…), siguiendo al inclasificable Tom Ripley, talentoso perdedor nato de increíble habilidad para las imitaciones, y de escasos escrúpulos para hacer lo que deba con tal de vivir bien sin dar un palo al agua, en su periplo en busca de Dickie Greenleaf, hijo vividor de un millonario que quiere atarle más corto. Encontrar a Dickie será una triple revelación para Tom: descubrirá un mundo de lujo y de bohemia que no había siquiera soñado, iniciará una amistad tumultuosa con Dickie, y descubrirá hasta donde puede llegar en sus habilidades y en su abyección. También descubrirá Europa y la música jazz. Casi nada. Y el relato pasará de unas vacaciones a una pesadilla…y de ahí a una eterna huida de la que seremos involuntarios cómplices.
Minghella narra todo esto con la calidad rítmica de un pausado adagio, como si de la cadencia de su puesta en escena dependiera el estado anímico y hasta el destino de sus personajes (de hecho, así es siempre, aunque pocas veces se tiene esto en cuenta). Respetando al máximo la novela, Minghella se entrega al difícil retrato de Ripley, buscando provocar en el espectador el mismo efecto que Highsmith con sus novelas. Definida a veces como una venganza de la clase media sobre la clase privilegiada, o un sentimiento de culpabilidad universal, observar las sangrientas andanzas de Ripley, un a veces torpe, a veces genial asesino, es, contra todo pronóstico, desear que se salga con la suya a pesar de que, en lo más profundo, sabemos que comete actos deleznables y que merece la cárcel o la muerte. Y te sorprendes, y te sientes asquerosamente culpable, viendo la película y sufriendo con él y respirando aliviado cuando se salva en el último momento, ya sea por pura suerte o por un talento asombroso. Exactamente igual que en las novelas.
Hay algo en el carácter, y en la creación de Damon, que te empuja a compadecer y a entender al personaje, por mucho que te resistas a ello. Minghella, frío e inteligente, ni le juzga ni le critica. Se limita a mostrar sus actos tal cual. Y todo lo que hace Ripley es ambiguo, y todo lo que piensa impenetrable. Así, lo que empieza como un choque cultural y de clases, se zambulle en cuestiones mucho más complejas, como la homosexualidad no asumida de Ripley, su deseo y su odio hacia Dickie, su cariño y su desprecio hacia Meredith (Blanchett), su amistad y su servilismo hacia Marge (Paltrow)... El excelente y, en ciertos aspectos, de una estimulante decadencia, diseño de producción de Roy Walker, así como la soberbia fotografía de John Seale y la evocadora y enigmática partitura del gran Gabriel Yared, terminan por redondear la propuesta. Dos horas y veinte minutos de cine que Minghella dirige con mano de hierro en todo momento, que oculta, bajo su aparente ligereza, algunas de las imágenes más perturbadoras de los últimos años, y que certifican a un cineasta de gran talento, en una película prácticamente magistral.
Conclusión e imagen favorita
Filme de suspense de obligado visionado para todos los amantes del género en particular y del cine en general, que entusiasmará a los que busquen intensidad y buen gusto, y a los seguidores de la Highsmith, con un reparto ajustadísimo y una realización ejemplar, sobria pero muy bella. Mi imagen favorita es la de Ripley sorprendido por Freddie (Seymour Hoffman): perfecto Damon en su tensión y en su indecisión, así como en su reacción final. Decididamente, Minghella era un director de actores de primerísima línea.
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