Existe una cierta clase de películas que, de entrada, uno se predispone en su estado de ánimo, incluso aunque no te des cuenta. Películas que, lo sabes perfectamente, es casi imposible que te sorprendan. Ni que decir tiene que la posibilidad de que te parezcan realmente imponentes es muy remota. Sin duda, ‘El sicario de Dios’ (‘Priest’, Scott Charles Stewart, 2011) es de esa clase de películas. Pero, y aquí está la sorpresa, me quedo bastante alucinado de que, aún con sus defectos (que los tiene, y no son pocos), me lo he pasado pipa en el cine, armado con mis gafas 3D y entregado, tan a gusto, a esta descabellada película, muy libremente basada en el cómic coreano de Hyung Min-woo que me he leído y que también me ha hecho pasar un buen rato. No sé, puede que acudiera al cine con las expectativas tan bajas que luego cualquier espectáculo conseguiría hacerme vibrar, pero, en honor a la verdad, pasé una hora y media más que amena, impactado por algunas imágenes y algunos momentos que podrían haber dado de sí una salvajada de grandes proporciones.
Pero la película da para lo que da. Eso sí, no pienso escatimar algunos elogios para el diseño de producción y la fotografía, así como algunas decisiones sorprendentes de puesta en escena. Así como tampoco pienso callarme no pocas reprimendas por no haber sabido llevar hasta el final una premisa que daba para bastante más. Desprejuiciada, barroca, excesiva, descabellada, emocionante, salvaje, absolutamente desequilibrada, generosa, pulp…‘El sicario de Dios’ es de todo menos una película aburrida, algo casi milagroso en el cine narrativo en general de hoy en día, y dentro del cine de aventuras en particular. Bebiendo, sin el menor complejo, de cánones tan caros como los de la saga ‘Star Wars’, ‘Terminator’, ‘Mad Max’ o ‘Aliens’, ‘Blade Runner’, ‘Soy leyenda’ (la novela de Richard Matheson, no el aburrimiento de película protagonizado por Will Smith)...amén de numerosos cómics, animes, series de todo tipo. Un verdadero vampirismo estético que a punto está de triunfar…o de fracasar estrepitosamente…
Pistoleros, sacerdotes, cyber-punk
Con el Especial Vampiros de Alberto, con numerosos ensayos sobre el tema, con una buena cantidad de películas y series anuales, ya nos hemos percatado de que los chupasangre proveen de inagotables recursos a los escritores y a los directores para que inventen nuevas formas de terror basándose en un mito mucho mejor tratado en cine (ya lo hemos dicho otras veces) que el de los zombies o los hombres lobo. Esta es una más, y no por cierto de las peores. En ella hay cabida para una escenografía estilo western, mezclada con otra estilo cyber-punk, y aún con otras, más góticas y hasta post-apocalípticas, en un delirio tan impúdico como gozoso, que no tiene miedo de caer en el ridículo, sino que se regodea en él con ánimo suicida y sale vivo de la jugada. Parece que, a cada momento, la película va a derrumbarse completamente, ensimismada en sus fantasmagóricas y embelesadas imágenes (algunas de ellas realmente potentes), pero consigue una y otra vez remontar el vuelo, hasta su insatisfactorio y extraño final, que deja con ganas de más.
Y la cosa empieza más que bien, con un prólogo y unas primeras secuencias que prometen algo especial, aunque desgraciadamente ese algo no lo veremos más que a ráfagas. Es la primera película que veo del director Scott Charles Stewart, un individuo muy curtido en muchas películas exitosas, dentro de la disciplina de efectos visuales, y cuya anterior película fue calificada por Juan Luis como un verdadero desastre. Tampoco es que este hombre nos descubra el Mediterráneo en esta nueva película, desde luego, pero ya en esos primeros minutos se advierte a un director que no lo hace del todo mal, que es capaz de armar una atmósfera, de situar la cámara donde debe, de divertirse y de creer en lo que está contando, por muy descabellado que sea. La breve secuencia animada, y el momento del rapto de la niña (una guapa Lily Collins) son cine muy elaborado, que despierta al más desprevenido como un zarpazo, y que hace volar la imaginación del espectador.
¿Qué importa que el personaje del buen actor Paul Bettany, un sacerdote impertérrito e improbable, se desdibuje en una secuencia y se vuelva a dibujar en la siguiente? ¿Qué importa que las motivaciones del malo de turno, un imponente Karl Urban, estén tan torpemente presentadas y que en el fondo sean tan innecesarias? ¿Qué importa que la historia sea tan manida y tan predecible? En realidad, uno termina por conceder poca importancia a esas cuestiones y por entregarse, cual adolescente ávido de sangre, al vendaval de intensidad de una película hecha para surfear sobre ella sin zambullirse nunca en su fondo (bien se han encargado de que ese fondo sea inexistente) en un dinamismo muy de agradecer y que se echa en falta en otras películas supuestamente trepidantes. Esta sí es trepidante, y aunque abuse un poco de la cámara lenta o de un montaje picado, es capaz de construir un suspense eficaz y una violencia furiosa y placentera. La infiltración en la colmena, la persecución al enorme tren, la masacre en el pueblo, son momentos poderosos y elaborados que merecen verse.
Aún está por ver que alguien pueda usar el 3D de un modo más visual y dinámico que escenográfico, pero la hábil fotografía de Don Burgess (un veterano siempre valiente, habitual en algunos grandes éxitos de Robert Zemeckis) sabe sacar el máximo partido de unos dantescos escenarios del diseñador Richard Bridgland y de una forma de dirigir la acción más cercana a lo oriental que a lo norteamericano (aunque a estas alturas, es difícil distinguir muchas cosas…). La cruzada de este cazavampiros solitario oscila entre una densidad conceptual muy lograda (el Réquiem de Mozart poniendo fondo a una carnicería, lo sacro y aséptico enfrentado a lo infernal y lo polvoriento) o el tebeo más zafio, y entre no tomarse en serio a sí misma y una grandilocuencia algo pasada de moda a estas alturas. Liviana pero gozosa aventura, en estos tiempos en que el sentido de la aventura se reduce a una ciudad que se dobla sobre sí misma o la estéril resurrección de mitos de la literatura.