“¿Hobbits? Nunca he oído hablar de hobbits. ¡A malvado orco me suena, más bien!”-Bárbol
Consumado el aplastante éxito comercial de ‘La comunidad del anillo’, el equipo creador de la trilogía se enfrentó al montaje y afinamiento de la segunda película con mucha mayor confianza. Pese a ello, o quiza precisamente por ello, Peter Jackson encomendó la hazaña de montar esta película, a su viejo amigo Michael Horton, a quien el director considera el mejor montador que conoce. Tanto es así, que se puede otorgar gran parte del equilibrio de esta película inmensa, a las manos de Horton, que arman con talento infinito una película muy superior a la primera parte en todos los sentidos.
La primera película era una historia muchísimo más lineal y, estructural y narrativamente, menos compleja y difícil de organizar que la segunda, en la que se abren varias líneas argumentales. Y no deja de ser curioso que mientras en la primera, Jackson se las ve y se las desea (sin conseguirlo) para mantener un ritmo, en esta segunda, que es muchísimo más ambiciosa, lo arma sin esfuerzo aparente, y consigue una de las películas de fantasía más hermosas, poderosas y emocionantes que se recuerdan. Si ‘Las dos torres’ no es una obra maestra, cerca le anda.
Un primer tercio magistral
Lo bíblico y lo shakesperiano, así, tal cual, se engarza en el impresionante arranque de esta aventura, que se erige en un prodigio narrativo de construcción visual, y sin lugar a dudas en lo más hermoso que ha filmado jamás Peter Jackson. No resulta fácil analizar este laberinto de líneas narrativas perfectamente entrelazadas. Vamos a intentarlo: comenzamos con una secuencia inolvidable de la primera parte, la caída de Gandalf. Por supuesto, el mago no muere, sino que cayendo con el Balrog, lucha con él. La secuencia es alucinante en intensidad y en espectacularidad, con una creación de sonido extraordinaria. Pero, al estrellarse contra un lago subterráneo, un corte brusco nos lleva con Frodo y con Sam, en su viaje hacia Mordor.
Todo aquello de lo que adolecía el viaje del grupo en la primera parte, la sensación de itinerario físico, con sus rigores, su tensión emocional, está en este bloque memorable en el que la pareja busca la salida de las Emyn Muil, un interminable camino de rocas afiladas, por las que no es fácil guiarse. Creo no exagerar si digo que la planificación es de una meticulosidad y precisión extremas, y que quizá Elijah Wood haga el mejor trabajo de las tres películas. La aparición de Gollum, por su parte, con la luna llena de fondo, tiene el sabor y la textura de los grandes relatos trágicos de fantasía.
Más lineas narrativas: Aragorn, Legolas y Gimli persiguiendo a los orcos secuestradores de Merry y Pippin. Es un bloque bastante mejor montado que la persecución de los Orcos a la comunidad, en el final de la primera parte. Hay emoción e intensidad, y los cortes y los planos parecen música. De pronto Jackson se parece a ese gran cineasta que quiere ser, si bien, hay unidades, como la de los orcos, que filmó otro director (concretamente George Miller…). Pasamos a Saruman, que está preparando un ejército enorme, y que comienza a talar el bosque de Fangorn. Así mismo, comienza a atacar algunos pueblos de Rohan. Dos niños son los únicos supervivientes de uno de los pueblos, y parten hacia el castillo de oro.
Por uno de esos ataques, algunas tropas de jinetes de Rohan son masacradas, y entre ellas el hijo del rey. Eomer, interpretado por Karl Urban, descubre cadáveres con la marca blanca de Saruman. De vuelta al castillo (una soberbia creación arquitectónica, parte maqueta, parte real), Eomer le cuenta todo al decrépito rey Theoden (un a veces impresionante, a veces flojo Bernard Hill, el único actor que ha participado en dos películas ganadoras de 11 oscar…), pero la mente del rey está hechizada por Saruman, y su siervo Grima (al que encarna un magnífico Brad Dourif) controla su voluntad. De tal modo que en lugar de plantar cara a Saruman, Eomer se ve desterrado.
No estoy narrando los acontecimientos en plan acta notarial, quiero explicar de qué modo ahora todos se funden y se cruzan. Continúa la persecución a los orcos, pero lo interesante es que se detienen a la sombra de Fangorn, y allí son cazados, precisamente, por los jinetes desterrados a cargo de Eomer. Y parece que los hobbits van a morir también en el ataque, pero de modo muy inteligente, Jackson corta la secuencia sin que conozcamos, aún, el desenlace. Así, el trío perseguidor se encuentra al amanecer con los mismos jinetes que masacraron a los orcos. Eomer les habla del mago blanco, esto es importante. Creen, eso sí, que los hobbits han muerto.
Lo interesante de esto, es que Aragorn descubre unas huellas que indican lo contrario, y así tendremos una suerte de reconstrucción del pasado, siguiendo las palabras del montaraz (es maravilloso como está montado esto, y cómo la esperanza resurge en el corazón de los tres compañeros). Y viajaremos a la noche anterior con los hobbits encontrándose con Bárbol en el bosque de Fangorn, quien les llevará ante el “mago blanco” (¿Saruman?). Pero regresamos con Frodo y Sam.
Está muy bien que el montaje paralelo se detenga con Frodo y Sam, y sus segmentos se dilaten en el tiempo. También, con los saltos entre líneas narrativas, percibimos mucha mayor homogeneidad plástica entre los diversos escenarios, que la que existía en ‘La comunidad del anillo’. Los escenarios siempre deben ser una representación anímica del estado de los personajes y de la historia, y entre la Ciénaga de los muertos y las planicies de Rohan hay similitudes de colorimetría y de luz, consecuencia de un soberbio trabajo de fotografía (el único de los tres que no fue premiado con un Oscar…). Pero todo este bloque está ya presidido por un contenido sentido del horror y un gran sentido de la atmósfera.
Aragorn y los otros se encuentran por fin con Gandalf, que ahora lleva el sobrenombre de El Blanco, y en su narración de cómo vence al Balrog hay una aureola mística irresistible. Por cierto, que su narración continúa el sueño que tuvo Frodo al principio de la película. Todo se va conectando. Viajan al castillo de oro, y allí el diálogo entre Grima y Eowyn (una bella Miranda Otto) tiene aires shakesperianos. En conjunto, todo el ambiente del castillo de Edoras destila un gusto medieval y ancestral maravilloso. Y la soledad y frustración de Eowyn está muy bien mostrada. Cuando sale y ve a los recién llegados, un jirón de tela, de una bandera de palacio, sale volando hacia Aragorn. Es una imagen muy poderosa y muy bella.
Y la secuencia de la liberación mental de Theoden es magistral. Esto es cine fantástico de altura. El grupo se introduce en el palacio, y con argucias logran llegar al rey. Gandalf, mucho más poderoso que antes, pugna con Saruman por la mente del anciano. El maquillaje es alucinante. Y más alucinante es el efecto visual con el que le regresa la juventud y la vida al rostro. Lástima que en esta escena el pésimo actor Orlando Bloom nos regale con sus caras, porque es emocionante. El momento en que saca a Saruman de su interior es un efecto de montaje muy ingenioso, con Christopher Lee apareciendo tras el rostro del rey, pero en su propia torre, y cayendo derrotado.
Concluye así este apasionante comienzo, con los acontecimientos de Rohan atravesando, siendo una línea narrativa, que confluye con otra, la de Aragorn y sus amigos, que a su vez se funde con Gandalf, que a su vez empezó siendo un sueño de Frodo. A partir de aquí, la historia comienza a avanzar hacia la definitiva batalla del abismo de Helm, pero eso ya lo iremos contando. Se observa un pulso narrativo, al menos hasta aquí, llevado con mano de hierro, sin perder jamás el control, y una homogeneidad visual admirable, que a grandes rasgos se mantendrá el resto de la película.
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