‘El rey de los belgas’ recalaba de visita oficial en las salas españolas después de dar la vuelta al mundo de festival en festival desde su estreno, hace ya un año, a competición en Venecia. Termina así una gira en la que personaje de ficción y figura real cruzaban límites dentro y fuera de la pantalla para dar vida al monarca que representa a la colectividad nacional.
Con una interpretación de la autoridad monárquica clave en la piel del flamenco Peter Van den Begin, la obra juega desde su origen mismo con las fronteras dramáticas, resultando en algo parecido a un falso documental de absoluta libertad creativa.
Un anacronismo en la política moderna
Un rey algo inseguro comprueba el micro en tres idiomas (las tres lenguas oficiales), rodeado de todos sus consejeros, en una especie de retrato de familia al más puro estilo Goya, pero con el patetismo que dan las cámaras de reality show de nuestra era. Un anacronismo. Así comienza el tráiler de ‘El rey de los belgas’, una declaración de intenciones y brillante resumen de lo que nos ofrece la película belga.
El rey de los belgas se encuentra de visita oficial en Turquía cuando Valonia (la región francófona al sur del país) declara la independencia unilateral. El mundo al revés: los belgas sureños están hartos de que sus vecinos del Norte les miren por encima del hombro. Una tormenta cósmica -tipo volcán islandés-, explota al tiempo que el corazón de Europa, bloqueando la salida del rey, que está decidido a acudir al rescate de la patria.
Mientras tanto, el cineasta Duncan Lloyd observa la situación desde detrás de la óptica contratada para enaltecer la gloria real. En un intento de asegurarse su propia continuidad, el documentalista británico traza un plan de fuga que pondrá al rey de los belgas entre las carreteras de los Balcanes y un conflicto diplomático internacional, además de, por primera vez en su vida, en contacto con la realidad.
Cruzando fronteras, hacia la hibridación de géneros y formas
La pareja formada por la estadounidense Jessica Woodworth y el belga Peter Brosens regresa tras ‘La quinta estación’ (2012) con una incursión en la comedia, ficcionada según las reglas del documental. Otra paradoja. En un ejercicio libre de cruce de géneros, el dúo despliega todas las armas del género que mejor maneja, el documental, para dar como resultado un road trip de guión improvisado.
Siguiendo las estructuras de un falso documental, según la mirada irónica de un realizador vetado por los “esto sí, esto no”, el film se despliega en la frontera entre la realidad, la ficción de la realidad y la propia ficción, desarrollando un metalenguaje único, donde la magia del montaje de David Verdurme (‘Little Baby Jesus of Flandr’, Gust Van den Berghe, 2010) completa la historia.
Siempre en clave de comedia, algo así como a modo de opereta, ‘El rey de los belgas’ da en la diana de muchos de los temas candentes de la Europa de hoy, pero siempre manteniendo el tono “blanco” de quien ha acostumbrado su vida a la supervisión de protocolo. De forma inocua, Woodworth y Brosens se las apañan para meter el dedo en la llaga de algunas de las preocupaciones históricas más cuestionadas hoy en día, desplazándolas en la actualidad al terreno de lo ridículo.
Capturando la esencia misma de la identidad belga, compuesta a partes iguales por división fronteriza y convivencia cultural, los directores dan la vuelta al tópico de la conciencia nacional de forma sencilla y extrapolable al caso europeo, entronizado en la figura de un rey bilingüe, cuyos validos -probablemente elegidos por porcentaje de representación territorial-, combinan idioma e ideales de las dos grandes comunidades belgas (flamencos y francófonos).
La liberación ante la revelación de una Europa real, lejos de ataduras protocolarias
Un improvisado viaje por los caminos de la Europa balcánica empuja al rey fuera de los límites de lo conocido, provocando la conciencia del despertar a una nueva realidad nunca antes contemplada. Con esa inocencia, entre enternecedora y patética, la revelación de un monarca desarmado fuera de su hábitat natural, y ya despojado de toda obligación protocolaria, casi podría hacer estallar la unidad europea, articulada en dos niveles que se entrecruzan y difuminan como todas las fronteras en este film: la convivencia a pie de calle a menudo no encuentra su analogía en las instituciones.
Una road trip real, en el sentido amplio de la palabra, donde la comitiva del monarca y el equipo detrás evolucionan paralelamente con su viaje liberador y auténtico, de forma apreciable en el film. Con unos personajes magníficamente interpretados, coronados por un carismático Peter Van Den Begin, nos adentramos en una espiral que se transforma de forma espontánea y natural a medida que el film entra en contacto con las diferentes realidades personales.
La ligereza formal de ‘El rey de los belgas’ interfiere sin embargo en el fondo de su contenido que, si bien pone ciertos temas en el disparadero, no entra a analizarlos, desaprovechando así la oportunidad crítica. Una decisión que, no obstante, parece consciente: la clave está en la capacidad de relativizarlos con humor, como base para ponerlos en cuestión de forma sutil.
Y en eso ‘El rey de los belgas’ es honesto. Un ejercicio de libertad artística, en definitiva, que culmina en un film sin pretensiones, en ocasiones divertido, otras no tanto, pero ciertamente inclasificable y nunca visto antes.
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