Quizás el cine sea un misterio incluso para los propios directores, y una vez que desentrañan ese misterio, como un acertijo interior, los que durante un tiempo hicieron trabajos mediocres o menores, deslumbran con una creación poco menos que sublime, impensable hasta ese momento por su trayectoria previa, aunque en ella puedan encontrarse trabajos estimables. Tal podría ser el caso del bueno de Jonathan Demme con su excepcional ‘El silencio de los corderos’ (‘The Silence of the Lambs’, 1991), o de Anthony Minghella con ‘El paciente inglés’ (‘The English Patient’, 1996), hasta el punto que resulta extraño e incluso irrelevante que ambos consiguieran el Oscar por ellas. Minghella, que había alcanzado un prestigio bastante notable en el teatro, la radio y la televisión británicas, sólo había dirigido dos largometrajes antes de presentarse con esta maravilla, y con ninguno de ellos había destacado especialmente. Una vez más se demuestra que para convertirse en un artista lo más importante es una pasión arrolladora, como la que Minghella experimentó cuando leyó la novela.
Ví por primera vez esta película hace muchos años, casi quince, y no pude explicarme qué extraña tensión psíquica produjo en mí, hasta el punto de olvidarme completamente de su historia y de quedarme atrapado en sus imágenes y sonidos. La he vuelto a ver (por segunda y tercera vez consecutivas) y me ha emocionado profundamente y de nuevo he vuelto a olvidarme de sus tramas secundarias y a quedarme atrapado en gestos, miradas, planos, cortes y movimientos. Como en la sinfonía de ‘Casino’ (id, Martin Scorsese, 1995) o en el barroquismo melódico de ‘Drácula de Bram Stoker’ (‘Bram Stoker’s Dracula’, Francis Ford Coppola, 1992), ‘El paciente inglés’ convierte una suerte de tragedia o melodrama en verdadera música. No incluyendo grandes temas orquestales en su partitura para manipular los sentimientos del espectador y para sonsacarle las lágrimas, sino convirtiendo los elementos sonoros y visuales más básicos en una partitura, en un todo armónico que se percibe como tal desde el subconsciente, y que se enrosca en el ánimo, elevándolo en un adagio que no deseas que termine nunca.
La novela original de Michael Ondaatje (nacido en Sri-Lanka en 1942) cautivó hasta tal punto a Minghella, que no pudo evitar, según sus propias palabras, hacer una película con esa historia. Una historia fascinante, por otro lado. Durante la II Guerra Mundial, en un abandonado monasterio italiano, cuatro personas se encuentran en un momento especialmente delicado de sus vidas. Un misterioso hombre calcinado al que le restan pocos días de existencia, su no menos misteriosa (y bella) enfermera, un desactivador de bombas sij y un vagabundo al que le han amputado los pulgares. Tirando del hilo de sus respectivas vidas, y de los motivos y circunstancias (eso que llaman destino) que les han llevado a ese lugar y no a otro en todo el mundo, descubren que conocerse no ha sido ningún azar, y nosotros descubrimos una historia de amor, deseo y celos, cuyo epicentro desencadena un terremoto emocional que toca y desestabiliza varias vidas, hasta el punto de destruirlas, y es que el amor en esta película no es una fuerza positiva, en ningún modo, más bien un agente destructivo, tóxico, que a cambio de unos fugaces momentos de felicidad y pasión entrega odio, desesperación, dolor y oscuridad…hasta que otro amor, el de la fraternidad, el perdón y la amistad acude a restañar las heridas y a redimir el tormento de los recuerdos.
Recuerdos e instantes perdidos para siempre
Puede ser ‘El paciente inglés’ (no lo sé, porque no me he puesto a investigar, pero quizá lo sea) la película con más flash-backs en muchos años de cine. En ella hay no menos de cuarenta viajes al pasado, al interior de la memoria de un moribundo, un ser que en otra época fue un hombre mezquino y altivo, pero también noble y apasionado, el conde Laszlo de Almásy. El recuento de los hechos que le convirtieron en un pedazo de carne chamuscada es el eje del relato. Y en esos hechos se yergue como una sombra al mismo tiempo frágil y tempestuosa la figura de Katharine Clifton. El conde está interpretado por uno de los mejores y más versátiles actores de su generación, el británico Ralph Fiennes, que es uno de los pocos que podía otorgar a ese rol la necesaria ambigüedad moral y el imprescindible magnetismo de un sujeto tan imperfecto. Ella, por otra parte, es la genial intérprete Kristin Scott Thomas, que nunca estuvo más bella y más elegante que aquí, y que sabe inocular una veracidad admirable a su personaje.
Cuando hablo de cine-música no me refiero a una secuencia que dependa de la música para existir, o para darle sentido. Tampoco de una imagen que parezca creada a partir de la música. Estoy hablando de imágenes que provocan en el espectador las mismas emociones que una melodía o una sinfonía. Aunque lo ideal sería ver esta película sin la maravillosa banda sonora de Gabriel Yared, pero sí con sus sonidos, la he visto casi entera en silencio, sin audio, y me ha maravillado el modo asombroso en que Minghella mueve a sus actores y a su cámara, y a todos los elementos que habitan en el encuadre, y la manera en que con el montaje pasa a otro encuadre, en el cual los ritmos y la intensidad siguen provocando, como en una nota sostenida, las mismas emociones. Ignoro si era consciente de lo que estaba creando, pero esta puesta en escena, en sí misma extraordinaria, convierte al tristemente fallecido Minghella (a la corta edad de cincuenta y cuatro años) en un coloso de su oficio, en un director con un inmenso sentido visual y rítmico.
El legendario Walter Murch (montador de las más importantes películas de Francis Ford Coppola), que ganó dos Oscar con esta película, ha explicado en diversas ocasiones la enorme complejidad de las mezclas y el montaje de sonido, que le llevó muchos meses de trabajo y muchos cortes desechados. Porque aquí hasta el mínimo detalle sonoro es de una importancia capital, y existe por un motivo estético o emocional antes que narrativo. Los recuerdos son evocados por la abstracción absoluta que nuestra mente hace de las imágenes y de los sonidos, que como tesoros semienterrados vuelven a la luz, y cuyo andamiaje fundamental son esas imágenes y esos sonidos idealizados y perfeccionados en nuestro interior. Sólo así los recuerdos perdidos, el pasado terrible del conde, puede afectarnos tanto como le afecta a él, y de pronto nos convertimos en personas chamuscadas por esos recuerdos, enfebrecidas, y por ello más vivas que antes. Porque en este relato se dan la mano, una y otra vez, las tres únicas cosas que verdaderamente existen: los recuerdos, el dolor y el placer.
La enfermera está interpretada por la hermosa actriz Juliette Binoche, una compasiva mujer que a su vez encontrará una pasión en la figura del zapador sij llamado Kip, interpretado por Naveen Andrews (el Sayeed Jarrah de ‘Lost’). Y el vagabundo está encarnado por el estupendo actor Willem Dafoe, que está fabuloso en su rol vengativo y posteriormente redentor de David Caravaggio. Ellos conforman el presente del paciente inglés, y su peripecia vital, en lugar de entorpecer sus viajes al pasado, los enriquecen todavía más, como un tema musical de apoyo, sin el cual el tema principal no alcanzaría tanta verdad y belleza. Tanto el presente como el pasado está inundado de una inasible melancolía, de un sentimiento de pérdida inminente casi angustioso, pues ante todo es un filme sobre la soledad, y sobre la dignidad y la fortaleza de esa soledad, asaltada por unos recuerdos que no se eligen, pero que son lo único que queda.
Conclusión
Iluminada de forma impecable por el gran operador John Seale, con un diseño de producción muy cuidado y muy sobrio de Stuart Craig, asistimos a la crónica de una doble derrota: la del amor y la de la vida. Su salvaje final nos hiere hasta lo más profundo, pero su energía, su misterioso ritmo, su lírica musicalidad interior, nos hace un poco más libres y un poco más lúcidos. Su historia de amor es la de dos seres egoístas e infelices, que sólo pueden estar juntos estando separados, que se desprecian y que se admiran al mismo tiempo. Minghella, que nunca más haría algo tan hermoso y trágico, ni los juzga ni los ensalza. Simplemente nos hace testigos de la eterna dificultad y tensión de una pasión devoradora.