Hay ciertas cosas en la vida que nos da algo de pereza hacer por mucho que luego siempre disfrutemos cuando nos animamos a ello. Eso es algo perfectamente aplicable a cualquier ámbito, desde la comida hasta quedar con alguien, pero aquí toca centrarnos en el séptimo y a mí me gustaría confesar que es exactamente lo que me pasa con las películas de Icíar Bollaín. Todas las que he visto me han gustado, pero luego nunca tengo especiales ganas de ver más.
Por ello, no me ilusionaba demasiado la idea de ver ‘El olivo’, el nuevo largometraje de la directora madrileña que llegó a los cines este pasado viernes 6 de mayo. Sin embargo, esa desgana tardó bien en poca en quedar a un lado, ya que Bollaín volvió a captar con sencillez mi interés y estuve disfrutando en todo momento con una cinta algo obvia en lo que propone, pero lo hace de una forma tan seductora que me fue imposible no dejarme llevar.
Las raíces emocionales
Bollaín apuesta por el componente emocional para conquistar al espectador con lo que perfectamente podría acabar siendo una historia propia de ‘La gente de Bart’, ese espacio conducido por el hijo de Homer Simpson en el que echaba mano con descaro de la manipulación sentimental para llegar al público. No voy a negar que muy en el fondo hay algo de eso, pero su enfoque en realidad es otro.
Ya mi compañera Chus mencionó en su crítica que ‘El olivo’ echa mano de una metáfora de la vida misma para mostrar el viaje emocional de su protagonista. Por el camino se integran otros muchos elementos, desde una muestra de los efectos de la crisis en España o la doble moral de algunos a la hora de decir una cosa y luego hacer otra -un mal muy extendido en todos los ámbitos de la vida- hasta una lectura política de mayor alcance con la decisión de haber elegido Alemania como lugar de destino del árbol.
Todos ellos detalles enriquecedores por parte del funcional guion de Paul Laverty, pero que no creo que sean la verdadera raíz de la película, ya que ahí está la locura en la que se empeña Alma -magnífica y refrescante Anna Castillo- para devolver la alegría de la vida a su abuelo, quien en su momento se vio obligado a deshacerse del olivo milenario de la familia para posteriormente ir marchitándose poco a poco.
Ese último punto es lo que impide que el resto de la familia entienda eso -aunque es debatible que sea el caso y no la consecuencia del deseo de Alma por verle mejorar- y lo que añade una interesante variedad al viaje en camión hasta allí. Ella es el corazón, mientras que su tío Alcachofa -excelente Javier Gutiérrez- funciona al mismo tiempo como alivio cómico y elemento más cerebral -dentro de su familia también representa un punto intermedio-, dejando a Rafa -solvente Pep Ambrós- como el punto de apoyo, una constante “inalterable” e imprescindible.
El poder de seducción de ’El olivo’
Todo ello deriva en unas relaciones entre los personajes nada revolucionarias, pero mostradas de una forma muy efectiva en pantalla que eleva su lado más emotivo sin tener nunca que subrayar en exceso alguna escena o una simple emoción -Bollaín podría haberse excedido con los flashbacks, pero están bien dosificados, y tampoco cae en el error de pasarse de la raya con el aspecto más reivindicativo estando ya en Alemania-, salvando así en parte cierta ingenuidad del guion.
De hecho, lo que sí me llamó la atención es que por momentos da la sensación de ser una especie de cuento que dota a la película de un toque singular muy de agradecer. A decir verdad, eso fue esencial para mantenerme entretenido en todo momento, ya que hay películas que triunfan con grandes espectáculos, pero eso también se puede conseguir con relatos más pequeños y basándose en las emociones.
No sabría decir con total precisión qué es lo que hace que ‘El olivo’ me transmita esa idea, ya que en líneas generales es una dramedia con los pies muy en la tierra que da una gran importancia al papel de la familia -por muy diferentes que sean de ti no dejan de ser tus raíces-, pero hay algo en esa determinación del personaje de Castillo que bien podría haber sido poco más que una huida hacia delante que le da un no sé qué con el que Bollaín sabe jugar muy bien.
También hay parte de eso en la banda sonora de Pascal Gaigne, pero lo curioso es que se consiga eso sin echar mano de un realismo mágico que podría haber hundido la película, aunque luego curiosamente se quede a un paso de ello. De esta forma la obviedad de otros aspectos de la función queda en un segundo plano ante el agradable encanto que desprende en todo momento. Así hasta disfrutaba de lo que en otras condiciones serían defectos.
En definitiva, Icíar Bollaín ha hecho un buen uso de los 4,2 millones de euros que ha costado ‘El olivo’, ya que ha realizado una película con mucho encanto en la que Anna Castillo y Javier Gutiérrez brillan con luz propia, pero lo que realmente me sedujo de ella es ese toque casi propio de un cuento que logra imprimir a un relato que en sí mismo hay que reconocer que quizá sea demasiado evidente e ingenuo, aunque puede que esto último forme en realidad parte de sus virtudes.
En Blogdecine: Entrevista a Icíar Bollaín, directora de 'El olivo': "Hay pocas mujeres haciendo cine, eso debería cambiar"
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