‘El milagro de Anna Sullivan’ en realidad se titula ‘The Miracle Worker’, que vendría a ser algo así como el/la hacedor de milagros, o el/la creadora de milagros. Y cualquiera que no la haya visto puede que crea que esto va de milagros de Dios, de revelaciones místicas, de una defensa de la fe católica, o zarandajas por el estilo. Y nada más lejos. No hay aquí el menor rastro, aunque por ejemplo la familia bendiga la mesa, de una presencia extraterrenal. Muy al contrario, estamos en un relato dolorosamente terrenal, que es el único tipo de relato que puede acercarnos, paradójicamente, al espíritu humano.
Película que goza de varios y apasionantes niveles narrativos, temáticos y estéticos, ‘El milagro de Anna Sullivan’ soporta con envidiable entereza el paso del tiempo (estrenada en 1962, hace casi medio siglo), y que a pesar de un estilo en muchos aspectos teatral, y de algunas trampas evidentes en el guión de William Gibson (que adapta de manera formidable su pieza teatral), se sobrepone a todo ello por la fuerza en la puesta en escena de Arthur Penn, que filma aquí su segunda y, quizá, más bella película: la más sentida y conmovedora, la más austera.
Penn, ciertamente, es un director extraño. Perteneciente a esa primera (y apasionante) generación de directores que fraguaron su talento en televisión, excelente director de actores, ofreció un ramillete de importantes películas en los años sesenta, para luego ir desapareciendo paulatinamente en los setenta y ochenta, décadas en las que se fue desencantando de Hollywood. Pero nunca ha sido un creador de mirada distintiva y gran personalidad. Eso sí, filmó la fundamental ‘Bonnie & Clyde’, o la brutal ‘La jauría humana’ (de la que luego renegó...).
Cuatro años después de ‘El zurdo’ (uno de los más extraños westerns que jamás se hayan rodado), Penn se entregó al drama de una niña sorda y ciega, cuyos padres están resignados a que no podrán jamás comunicarse con ella. Hasta que aparece Annie Sullivan, y el sueño de que todo cambie se vuelve posible. Penn filma con un blanco y negro magnífico (firmado por el casi desconocido operador cubano Ernesto Caparrós, que murió pocos años después), y un diseño de producción muy ajustado, casi ascético, que nos recluye en la casa de los Keller y sus maravillosos alrededores naturales. Un espacio idílico en el que tendrá lugar la batalla contra la oscuridad del alma.
Extraordinarias Anne Bancroft y Patty Duke
Porque esta película funciona a varios niveles narrativos, y sin lugar a dudas uno consiste en el viaje iniciático de las tinieblas de la incomunicación, la ignorancia y el analfabetismo, a la luz de la expresión personal, los lazos fraternales, la conexión espiritual. Porque esta historia de una niña analfabeta, a causa de la compasión exagerada que sienten sus padres por ella, la cual ni siquiera conoce el abecedario, puede tomarse, con suma facilidad, como una parábola de la ceguera del espíritu humano, de su estado inerte interior, de su necesidad de tomar posesión de su fuerza e inmortalidad primigenias.
Y en ese viaje, una esplendorosa Anne Bancroft de 31 años y una desconocida pero alucinante Patty Duke de 16 años (aunque en la película interpreta a una niña de 10), conforman una pareja de una veracidad y una verdad aplastantes. Respectivamente son el ángel guardián de paciencia infinita, y el alma perdida a la que intenta abrir la mente y el corazón. Y la vía son las palabras. Las palabras como estructura de toda mente libre y digna, de la personalidad que ha de abrirse camino en el mundo y afianzarse en su identidad, como herramienta para conocer la naturaleza y a los demás, y para saber que no estás solo en el universo.
Pero también es una historia sobre la educación, sobre la pedagogía. Y sobre el fiero, indómito e irreductible espíritu humano. Y sobre lo dolorosa que es la paternidad, y de cómo muchos padres arruinan a sus hijos. Y sobre el pasado, y de cómo el pasado te consume pero también te da fuerzas para seguir. Temas mayores de la existencia, que son tratados con profunda convicción, con humildad, creyendo en ellos y erigiéndose en relato vivificador, liberador.
Se perdonan así sus excesos melodramáticos (sin duda, la exagerada música de Laurence Rosenthal podría haberse suprimido sin ningún problema), su anquilosada puesta en escena en momentos como los recuerdos de Annie, sus trampas de guión o su carácter solemne. El hermoso duelo de actrices (ambas ganaron el Oscar por sus respectivos papeles), algunas secuencias antológicas (la comida, la llave, el clímax final), y los temas arriba referidos, otorgan a esta película, casi una rareza, una fuera narrativa y expresiva en las cercanías de lo excepcional.