Conocemos la historia, por supuesto. Pero es que Dorothy (Judy Garland) es una niña de Kansas que pronto abandonará ese escenario deprimido y desértico para sumergerse en el colorista y alucinante mundo de Oz en el que la esperan miles de aventuras y sorprendentes compañeros, incluso la amenaza sombría de una bruja malvada.
Fue L. Frank Baum un hombre distinto a los demás. Nació en Chittenago (Nueva York) en el seno de una família metodista en 1856. Fue simpático a la causa del sufragio femenino en su país, los Estados Unidos. Se afirma que eso tal vez le inspiró en su saga de Oz, sobre todo en su segunda aventura. Sorprendido por el éxito de sus libros en tal mundo de fantasía, quiso convertir la saga en un parque de atracciones. Murió en 1919 y dejó abiertas las bases para la imaginación visual que reinaría en el siglo que empezaba.
Hay algo de cierre en la novela del Mago de Oz de Baum. Indudablemente, el tiempo de Lewis Carroll y su Alicia o del memorable Peter Pan imaginado por James Barrie había quedado atrás. Para empezar, no estábamos en esa Inglaterra victoriana de imaginaciones infantiles estimuladas. Estábamos en los Estados Unidos cercanos y potenciados por la revolución de los magnates de la industria y el definitivo asentamiento de un capitalismo a pleno rendimiento en el siglo veinte.
La novela fue publicada en 1901 y contó con un éxito que sorprendió al autor. Nunca aspiró a ser escritor, acaso ésa fue una excusa que usó para usar mejor su tiempo como padre de cuatro hijos. Al cabo de un año, un musical era representado a lo largo del país, convirtiéndose Oz en una mitología popular, tan feriante como el propio cine, que pronto no sería ajeno a adaptarlo.
La película que nos ocupa es rara, por supuesto, y feliz. Como todas las producciones de la Metro Goldwyn Mayer es deliberadamente impersonal. 'El Mago de Oz' (The Wizard of Oz, 1939) es en muchos aspectos una película ejemplar para niños, pero también una película nada imitada, nada aprendida en la industria actual del cine. Resulta curioso volver a verla, como si fuera ayer cuando descubríamos por vez primera al León Cobarde (Bert Lahr) o al Mago (Frank Morgan).
Sin embargo, y bien lo explica Dave Kehr, hay algo eterno, quintaesencial en ella, al menos para cuando uno la ve de niño. La Bruja Malvada es la bruja, como sucede con la versión de Blancanieves fruto de Walt Disney y sus animadores. El Hombre de Hojalata es el comparsa definitivo. La película no pierde en capas de teror, aún cuando es un musical feliz de la Metro Goldwyn Mayer, que tuvo a bien de encargar las canciones a Harold Arlen, un inspirado compositor que dejó para el recuerdo y los estándares de jazz la maravillosa Over the Rainbow.
Y entre sus directores, Norman Taurog - que rodó al menos un día -, Richard Thorppe, George Cukor y Victor Fleming, el que la firma. Nada importa, pero, al mismo tiempo, el estilo no sufre de notables incoherencias, ni el guión de alarmantes desmayos. No, y Judy Garland está inspirada, llena de emoción y velocidad sus escenas. Hay algo hermoso también en el uso esplenderoso, incontenible del technicolor con el que se bañan los fotogramas de esta película.
Empezando con un renovador blanco y negro, el mundo de Oz era también el mundo del cine pudiendo escribir una historia en la que el blanco y negro fuera una opción. Fue así, aunque ahora ya lo demos todo por sentado, como la gente entendió que el blanco y negro era también belleza e imaginación. El mundo de Oz se nutre de ese contraste, de esa excitación que sentían todos los estudios de Hollywood.
No resulta casual, claro está, que fuera precisamente el estudio de Disney uno de los grandes pioneros en el uso del color. ¿Y es que, de qué sirven los cuentos de hadas si no nos mantienen soñando, cantando, danzando y con la promesa de que llegaremos a un reino en el que podremos vencer a nuestros miedos y a nuestros feroces enemigos? De nada.
Pero también es un cuento raro. Hay una heroína femenina y hay un rey que no es más que estafa. Se salva al reino pero se lo hace a tenor de valorar el retorno a valores perdidos. La villanía no es la única sorpresa que nos guarda el final, también descubrimos que el Bien no es el retorno al estado previo sino al estado correcto. Pequeños detalles, sacados de la imaginación de Baum.
Esta película resiste la virtud de permanecer envejecida, anclada en un mundo. Desde su estreno, en 1938, ha seguido siendo un mundo al que merecía la pena volver con inocencia y sin rastro alguno de cinismo. A veces el cine es impersonal, carece de sellos, pero importa, porque sus imágenes y su ingenuidad y su magnetismo son fruto de accidentes felices.
Un poco como la vida en su proceso, un poco como el arte en sus resultados.
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