Darren Aronofsky ha tenido que abandonar territorios arriesgados y de lirismo visual con cierto tono experimental para lograr su mejor película y con ella alcanzar el camino del triunfo. En ‘El luchador’, Aronofsky se ha afanado por depurar su peculiar estilo, despojarlo de pretensiones, para filmar un extraordinario relato de la derrota, del fracaso en la vida, centrándose en un veterano luchador de wrestling que se aferra a su pasado como lo único que realmente sabe hacer y en donde el dolor es más conocido y soportable.
La historia de ‘El luchador’ no es especialmente original. Pero sí que ofrece una perspectiva nueva sobre el mundo de la lucha, vista no como deporte, sino más bien como arte, como espectáculo, que sirve como núcleo central para ofrecer un drama desgarrador, intenso y emotivo sobre el fracaso y sus consecuencias.
Y se llega a esa brutal y verídica emotividad que desprende la película gracias al fabuloso personaje protagonista, un luchador en el ocaso de su carrera con el pasado como un sombra gigante que enturbia la visión del presente. Randy, magistralmente interpretado por Mickey Rourke en el mejor trabajo de su carrera, tiene que afrontar su nueva situación cuando un grave problema de salud le impide continuar con lo único y que mejor sabe hacer, batirse en un cuadrilátero en brutal espectáculo que exige una entrega y un desgaste extremos. Ahora le toca pagar el alto precio de la entrega durante demasiado tiempo a semejante lucha. Esta nueva situación le hace replantearse su existencia y se lanza, con escasa motivación, pero suficiente autoconvicción a llevar a cabo su particular ajuste de cuentas con la vida, de la que penden con fragilidad una hija abandonada, la soledad y la pobreza, además de un amor sin materializar.
Aronofsky despliega una enorme habilidad narrativa, sujeta a cánones clásicos, pero con gran contundencia para mostrar la búsqueda de una segunda oportunidad de Randy, un hombre desubicado que tiene en sus compañeros luchadores la camaradería necesaria para cubrir la cuota de afecto que le falta. Un luchador al que vemos enfrentarse rutinariamente a las tareas de preparación para la lucha y cómo, con desgana pero obligado, afronta su trabajo en un supermercado para poder subsistir. Todo ello está reflejado con metódica verosimilitud, casi de realismo documental y en el que el trabajo de Rourke cobra especial brillantez. Aronofsky mantiene la cámara próxima, como un testigo de las acciones de su protagonista, al que incluso le sigue y vemos de espaldas.
Dentro del drama de Randy vamos conociendo a su hija y una stripper veterana que conforman, casi exclusivamente, la galería de personajes secundarios del film. Y que son las personas a las que Randy intenta, recuperar en un caso y abrirse en otro, para afrontar la profunda soledad en la que tiene que vivir. Así conocemos la difícil relación con su hija y la amistad con Cassidy, una bailarina erótica que acota bien los límites de su relación como cliente y que también le toca vivir cierta decadencia física, por la exigencia de su trabajo. Entre ambos se plantea una historia de amor que no termina de tomar forma, pero que resulta enormemente emotiva y tierna, gracias también al espléndido trabajo de Marisa Tomei.
Pero si alguien brilla con especial intensidad en ‘El luchador’ es Mickey Rourke, que ofrece una lección de humanidad, con una interpretación dolorosa, sentida de un hombre tratando de encontrar el honor y la aceptación en un mundo donde ya nada es igual para él. Se aprecian obvias similitudes reales con el propio Rourke, que ha dejado constancia de la gran perfección en la definición del personaje que ha realizado el guionista Robert D. Siegel, para sacarle total partido.
En la película nos encontramos con personajes complejos, muy humanos, definidos más por sus detalles, sus gestos, sus movimientos y sus miradas que por sus palabras y que permite a Rourke realizar la que puede ser la mejor interpretación de la década. Con mérito suficiente para justificar el cúmulo premios que le vienen lloviendo desde que la película se exhibiera en la Mostra de Venecia, donde curiosamente ganó meritoriamente la película pero no él como actor.
Sin embargo, a pesar de que el enorme trabajo de Mickey Rourke resulta a todas luces magistral, no debería ensombrecer el extraordinario trabajo del realizador, que logra un resultado emotivo, lleno de credibilidad y que no resulta fácil de olvidar.