Casi 30 años ha tardado Terry Gilliam en hacer realidad su sueño de llevar a la gran pantalla ‘Don Quijote de la Mancha’, la inmortal novela escrita por Miguel de Cervantes. Los primeros diez años se fueron intentando conseguir la financiación y pronto llegaron los problemas durante el rodaje, lo cual llevó a su súbita cancelación. Todo ello quedó reflejado en ‘Perdidos en La Mancha’, un documental que había nacido con vocación de making of.
Gilliam no se rindió e intentó hacer realidad la película en varias ocasiones, pero siempre algo lo evitaba. Hasta empezó a hablarse de una maldición que perseguía al proyecto e incluso una reclamación legal por parte de un productor previamente asociado a la cinta amenazó su estreno. Finalmente, ‘El hombre que mató a Don Quijote’ llega el 1 de junio a los cines españoles, algo que, por desgracia, hay que celebrar más que la propia película, que va de más a menos hasta hundirse del todo en su tramo final.
El inicio es lo mejor
Estaba claro que Gilliam no iba a ofrecernos una adaptación al uso del Quijote y también que debíamos prepararnos para un espectáculo con tendencia a lo excesivo. Eso es algo que ya se percibe durante su arranque, donde al mismo tiempo que se plantea un escenario estimulante -el consentido director de una nueva versión de la novela descubre de forma sorprendente una copia de la adaptación que hizo años atrás cuando era una persona distinta- también se introducen una serie de personajes con cierta tendencia a lo grotesco.
Tanto los propios personajes como la dinámica que se establece entre ellos puede resultar chocante, un obstáculo insalvable que ya de entrada te impida conectar con lo que cuenta ‘El hombre que mató a Don Quijote’. Por mi parte, creo que Gilliam logra manejarse con soltura en esas arenas movedizas, siendo además el ecosistema necesario para que cuando entra realmente al meollo de la adaptación la cosa no se hunda con celeridad.
Esos excesos iniciales son básicos para que uno entienda mejor al protagonista interpretado por Adam Driver y vea de forma clara el contraste entre lo que era y lo que es. Es verdad que un poco más de sutileza en algunos apuntes le habría venido bien, pero Gilliam opta rápidamente por preocuparse menos por la coherencia real del relato que por la fuerza que pueda extraer de ciertas escenas y cómo estas se basan en la idea que no ha terminado de saber cómo ejecutar.
Un caos con dos lecturas diferentes
De hecho, podemos leer la película de dos formas. Por un lado tenemos la obvia revisión del Quijote a partir de la figura de un hombre que ha acabado creyéndose que realmente es ese ingenioso hidalgo, en la cual brilla con luz propia un entregado y muy convincente Jonathan Pryce que en todo momento logra erigirse por encima de las debilidades del guion firmado por Gilliam y Tony Grisoni, el cual nunca logra transmitir de forma convincente los saltos entre realidad y ficción de la cinta, llegando a inducir a la confusión en varios momentos.
Es cierto que la propia película se ríe ocasionalmente de su tendencia al exceso, pero llega un punto en el que el interés que pueda tener una secuencia en concreto se ve dañada por todo lo visto con anterioridad, restándole así empaque y provocando que el agotamiento empiece a surgir en la mente del espectador. El clavo ardiendo que nos queda es el hecho de ver en la película una manifestación de los problemas que tuvo Gilliam para hacer la película.
Ya antes de los títulos de crédito iniciales hay un apunte al respecto y luego cuesta muy poco descubrir varios detalles que apuntan en esa dirección. Es hasta cierto punto lógico que Gilliam opte por hacer algo así tras las enormes dificultades que ha tenido para concretar ‘El hombre que mató a Don Quijote’ y me aventuraría a decir que por ahí llegan también su principales problemas: se nota que es una película de Gilliam, pero falta esa chispa de genialidad que le permitía canalizar sus mejores obras.
Gilliam en horas bajas
Gilliam juega a menudo en su cine con los límites entre realidad y fantasía y cómo cualquier tipo de trastorno mental lleva a que sea más difícil distinguirlos, pero aquí eso se traduce en una narrativa confusa que probablemente tenga algo que ver con las múltiples manifestaciones fallidas de la película. Tantas dudas y cambios impiden que ‘El hombre que mató a Don Quijote’ tenga una personalidad clara más allá de unos excesos que van minando el interés de la película.
Al final lo que nos queda es dejarnos llevar por Pryce y, en menor medida, Adam Driver -el único del resto del reparto que sabe cómo manejar la tendencia a la sobreactuación que parece buscar Gilliam-, que son los que realmente consiguen que la película no se hunda mucho antes. El primero porque es el personaje con un enfoque más diferente al resto y el segundo porque es más fácil conectar con él al ser quien no termina de entender muy bien lo que está sucediendo pero no le queda otra que dejarse llevar.
En definitiva, ‘El hombre que mató a Don Quijote’ tiene ideas interesantes, un inicio estimulante, escenas poderosas y un buen trabajo de sus dos protagonistas, pero a cambio tarda poco en convertirse en un caos en el que Gilliam no termina de saber cómo hilarlo todo, su naturaleza excesiva muchas veces le juega una mala pasada y último acto es un fracaso absoluto.
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