Tras haber transitado por las últimas semanas con las expectativas bastante elevadas con respecto a lo que 'El hombre de acero' ('Man of Steel', Zack Snyder, 2013) nos tenía reservados, las críticas que se han ido acumulando en los siete días previos al estreno en España entre las que cuento, cómo no, la de mi compañero Mikel, provocaron un notable descenso del hype hasta tal punto que cuando entre por la puerta de la sala, la esperanza de ver un filme cuanto menos correcto se había reducido ostensiblemente, quedando no obstante un pequeño resquicio a la posibilidad de que este reboot del personaje fuera todo lo épico y espectacular que prometían sus avances.
Desafortunadamente, no ha sido así, y 'El hombre de acero', que en una semana lleva ya recaudados casi 170 millones de los desproporcionados 225 de presupuesto con los que ha contado, se descubre como una montaña rusa con más valles que picos en un viaje que, tras un inicio prometedor, desciende en interés de forma brusca guardándose para el tramo final un gigantesco espectáculo de destrucción masiva que se hace fuerte en ofrecer "mucho ruido y pocas nueces".
Como decía, el arranque de la cinta nos presenta un renovadísimo Krypton que nada tiene que ver con el mundo helado que Richard Donner y John Barry habían imaginado en 1978, pareciendo este planeta de criaturas aladas y paisajes imposibles una suerte de declaración de principios de Snyder de cara a su idoneidad para posicionarse como director de alguna de las nuevas entregas de cierta saga galáctica: en este comienzo conoceremos a Jor-El, un espléndido Russell Crowe, y al general Zod, el villano de la cinta interpretado con poca garra y menos credibilidad por un Michael Shannon cuya adecuación a un personaje de tal entidad resulta como poco cuestionable.
(A partir de aquí, minor spoilers) Comienzan ya aquí a adivinarse ciertos problemas que la cinta arrastrará en su extenuante metraje, centradas muchas de ellas en ese códice que contiene la información genética de la población de Krypton que lejos de funcionar de forma correcta como el McGuffin del filme, deviene en un recurso argumental que, por supuesto, no aporta el pretendido interés que busca denodadamente David S. Goyer de cara a fundamentar con cierta solidez las motivaciones del "malo" de la película, repitiendo el guión hasta el agotamiento cuáles son éstas.
Trasladada la acción a la Tierra, la decisión de los responsables del filme de plantear el origen del personaje a través de flashbacks termina jugando no sólo en contra de la definición de la dualidad Clark/Superman, sino que, para colmo de males, sirve para destrozar a ese fundamental puntal de la mitología del personaje que es Jonathan Kent, su padre adoptivo en nuestro planeta. Vaya por delante que no me parece mala idea el que el guión trabaje dicha dualidad desde las muy diferentes personalidades de los dos progenitores del hombre de acero, tratando Jor-El de transmitir a su hijo los valores que lo convertirán en el protector de la humanidad mientras que ese Jonathan encarnado con poca —por no decir nula— convicción por Kevin Costner juega a todo lo contrario, a evitar que su "hijo" de la cara para así protegerlo.
Pero la idea de Goyer —y hay que suponer que también de Nolan— no funciona en la cinta como debiera: el trazar como lo hacen al Sr. Kent juega, y mucho, en contra de la natural empatía que sí generaba en el filme clásico el personaje encarnado por Glenn Ford, y el deceso del padre adoptivo de Clark es un momento revestido de nulo dramatismo y un talante tan absurdo y ridículo que cuesta no prorrumpir en carcajadas ante la estulta forma en que es tratado.
Derivado de la citada dualidad, el conflicto personal que tan diferentes enseñanzas debería haber generado en Clark/Superman es, probablemente, uno de los mayores yermos por los que se mueve el guión, lastrando la "nueva" definición a un superhéroe al que no se consigue aportar ningún rasgo original que lo aparte del boy-scout de rojo y azul que siempre ha sido, y la clara pretensión de Warner de "nolanizar" al último hijo de Krypton no funciona ni por asomo de la misma manera que lo hacía con Bruce Wayne en la trilogía de Batman. Pero claro, intentar aportar cierta profundidad psicológica a un personaje como Superman, es una tarea de la que pocos autores han salido indemnes.
Y así, nos encontramos aquí con un superhombre interpretado por un efectivo Henry Cavill que, a través de la definición que Goyer hace del personaje, pierde lustre, nobleza, humildad o cualquiera de los rasgos de personalidad que solemos asociar a Superman, reduciéndolo a un hipermusculado guaperas —lamentable y completamente fuera de lugar el comentario de la mayor que acompaña al general interpretado por Harry Lennix— que gracias a las agotadoras batallas que rubrican el clímax del film se acerca peligrosamente más a un remedo del Goku de 'Bola de dragón' que al icono que todos asociamos cuando escuchamos su nombre.
Eso sí, nunca se han visto escenas de lucha como las que Snyder y Weta han plasmado en los tres cuartos de hora finales de 'El hombre de acero', cuarenta y cinco minutos que, por muy espectaculares y barrocos que puedan llegar a ser —cada plano de la batalla en Metrópolis está recargado hasta lo indecible—, y por mucho que Snyder haya abandonado una característica cámara lenta que llega a echarse en falta, resultan agotadores, careciendo de peso emocional y de momentos definitorios del personaje, más allá de la inevitable, aunque no por ello fácilmente asumible, conclusión del enfrentamiento entre Zod y Kal-El.
Tampoco ayuda a apreciar el filme el paupérrimo trabajo que el guionista hace con (casi) el resto de los personajes, empezando por una Lois Lane anodina cuya química con Superman funciona a ratos, siguiendo por ese imposible altruista que es el Perry White de Laurence Fishburne —el cambio de raza por corrección política es una nadería más en el inane mar de actualizaciones sobre la iconografía del universo "supermaniano" que es el filme— o por la práctica totalidad del elenco de secundarios que poco o nada aportan al discurrir de la trama, salvándose de la quema la siempre estupenda Diane Lane como Martha Kent.
Mas no todo es negativo o neutro en 'El hombre de acero', y quedan como encomiables el esfuerzo de Snyder por acomodarse a los patrones dictados por la Warner, despersonalizando su dirección hasta hacerla irreconocible —ahora en lugar de imágenes ralentizadas tenemos un abuso del zoom—, la labor del equipo de efectos visuales y la banda sonora de Hans Zimmer, que se adecúa con precisión a las imágenes y apuntala un tema principal para el personaje que, lejos de la magnificencia del compuesto por John Williams hace 35 años, está bastante por encima de las mediocridades que nos vemos obligados a soportar últimamente en el mundo de la música de cine.
A la postre, 'El hombre de acero' es al cine como el reinicio al que DC sometía hace casi dos años a la totalidad de su línea editorial: innecesaria. Como reboot no aporta nada nuevo, los conceptos con los que se actualizan son ramplones y sin entidad, sus personajes parecen salidos de una fábrica y todo el esfuerzo que se ha puesto en construir el mundo que rodea a Superman queda puesto en entredicho al comprobar que Superman no ha aparecido por ninguna parte.
Como decía antes, el alter ego de Clark Kent y sus idiosincrasias no son fáciles de tratar, y muy pocas veces ha conseguido un guionista, sea del ámbito que sea, dar con la clave del personaje en los 75 años que han transcurrido desde su nacimiento. Huelga decir que Goyer no es de esos privilegiados y que el 'Hombre de acero', con toda su pompa y boato, es un ente vacío, aburrido por momentos y, por qué no, sin alma.
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