El aspecto clasicista con el que se presenta ‘El hilo invisible’ (The Phantom Thread) muestra de frente a un Paul Thomas Anderson más contenido que en sus dos últimos trabajos, más experimentales y pesados, con ánimo de explorar las vías de expresión abiertas en ‘Pozos de ambición’ (There Will Be Blood, 2007) pero sin la balanza calibrada como él es capaz. Con esta nueva exploración psicológica de un personaje obsesivo compulsivo ha logrado el que podría ser su trabajo más equilibrado.
Con unas gotas de Balenciaga y alguna otra de Norman Bates, este Reynolds Woodcock supone una de las grandes creaciones de su director, pero también lo es de un Daniel Day Lewis que consigue transmitir la misma tensión asfixiante en la habitación en la que se encuentra que en la sala en la que se proyecta su película. Un hombre que genera al mismo tiempo miedo y respeto, cuyo perfeccionismo es como un látigo implacable que no se puede ver pero duele cuando su voz monocorde y serena se desliza como seda entre la culpabilidad del receptor.
La situación de Alma pasa a ser la de una joven enamorada al de una prisionera dentro del singular imperio de confección londinense del diseñador. Su mansión es un lugar que funciona bajo sus reglas, el terror de un trastorno que genera un ambiente de falsa serenidad. Una especie de mansión de cuento de hadas en el que las princesas quedan encerradas a merced de sus designios. Podría ser una historia de amor y lujo pero en realidad es una siniestra recreación del cuento de ‘La bella y la bestia’ dentro del mundo de la alta costura.
Romance gótico y patriarcado asexual
Porque aunque Woodcock no mate a sus “invitadas” las posee para utilizarlas como maniquíes, para que trabajen para él y le sirvan de entretenimiento hasta que no le valen más y se deshace de ellas. Si hubiera algún asesinato de por medio estaríamos hablando de un barbazul con complejo de Edipo, un conde Drácula enamorado pero que no se atreve a succionarle la sangre a su amada. A efectos realistas tenemos a un tipo que puede permitirse ser rarito e insoportable gracias a su dinero, talento y que es, precisamente, un hombre.
Se está interpretando ‘El hilo invisible’ como un relato feminista y, aunque creo que el subtexto también cabe, el patriarcado que refleja es ubicuo al mundo de la moda, de la alta costura, de diseñadores y modelos. El grado de exigencia que se da por hecho, la frivolización vampírica de los cuerpos sobre las personas, los dogmas de la anorexia y el perfeccionismo extremo no se retroalimenta con el machismo social, sino que nace, bulle y se perpetúa en el fascismo fantasma de ideólogos tarados en la sombra.
Pero lecturas culturales aparte, el verdadero centro estabilizador de la historia es la historia de amor extraño que propone Anderson. Podría catalogarse perfectamente como un romance gótico de ascendencia literaria de tipo Daphne Du Maurier, no muy distinto al de, por ejemplo, ‘La cumbre escarlata’ (Crimsom Peak, 2015), con la hermana del novio acompañándoles hasta en la primera cita, pero el director le da la vuelta y se lo lleva a su terreno de grandes antagonismos de magnetismo polarizante como ‘The Master’ (2012).
Una historia de amor, contada como una película de terror
Hay tantos paralelismos con aquella, que ‘El hilo invisible’ bien podría ser la llave para desentrañar su difícil relación entre el el poder de un maestro endiosado y la personalidad indómita de su objeto de deseo. Aquí el duelo se traduce en enfermiza relación sadomasoquista, lavada por la decencia del protocolo de disciplina británica pero llevada a extremos psicológicos oscuros que llevan la relación al terreno del cine de terror de forma no muy distinta a como lo hacía ‘La seducción’ (The Beguiled, 2017) de Sofía Coppola.
Más allá de los paralelismos y guiños directos a ‘Rebeca’ (1940), el suspense y el humor macabro de Alfred Hitchcock barniza una historia en la que las formas no se quedan en el drama tradicional. La manera en el que el genial personaje de Ciryl se presenta a alma nos recuerda a las características más definitorias de Hannibal Lecter, en la escena en la que Reynolds toma las medidas a Alma se respira la frialdad de un Buffalo Bill comprobando si la víctima se ajusta a sus requerimientos de taxidermia. No es casual que la obra esté dedicada a Jonathan Demme.
Y es que hablando de taxidermia, el desván de trabajo no desentonaría en la casa de ‘Psicosis’ (Psycho, 1960), tampoco la relación con la madre muerta de Woodcock, a la que ve mientras delira, como un fantasma siniestro que le vigila y juzga. Todas esas impresiones se amplifican con su sublime banda sonora, con delicadas partituras de piano plagadas de notas discordantes, fugas siniestras imperceptibles para establecer un tono casi onírico que aumenta la sensación estar dentro de un bellísimo cuento de ribetes oscuros.
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