No vencerá, necesariamente, el espadachín más fuerte. ¡Es la velocidad! Velocidad de la mano, velocidad de la mente…
-Abate Faria
La literatura actual, es decir, los libros o ladrillos que se venden en las grandes superficies, o incluso en las librerías de viejo en muchas ocasiones, tiene la categoría intelectual, en su mayor parte, de un videoclip de Mariah Carey, y esto aún en el caso de supuestos grandes autores como Mario Vargas Llosa (ese ultraderechista que se cree el heredero de Cortázar) o de Arturo Pérez-Reverte (un belicista encubierto que se cree el heredero de Dumas… sin comentarios). Pero aún pueden encontrarse, entre montañas y montañas de esa interminable basura, algunas joyas, como la que escribió en 1844, precisamente, el grandísimo golfo, vividor, buscavidas, comilón y juerguista, Alejandro Dumas, uno de los pocos Grandes Novelistas que merecen ese apelativo.
Digo yo que desde que se inventó este artefacto maravilloso que es el cine, podríamos haber obtenido un Edmundo en condiciones, pero de momento tenemos que conformarnos con algunos detalles buenos en las numerosas adaptaciones que de momento han tenido lugar, y poco más. Y esto aún teniendo bien presente la adaptación televisiva (que ya podrían comentar algún día nuestros compañeros de Vayatele) que se hizo en Francia hace diez años. Y es que parece que la grandeza de aquella inigualable novela, escrita por entregas, y que es junto con el ciclo de ‘Los tres mosqueteros’ lo más sublime de su autor, le queda definitivamente inalcanzable al cine.
Edmundo Dantés, como un espejo
La mayoría verá en ‘El conde de Montecristo’ una apasionante historia de venganza. La de Edmundo contra los que provocaron su (¿injusto?) encarcelamiento en la inexpugnable isla de If durante 14 años. Pero desde luego hay mucho más que eso, y tampoco los cineastas o realizadores que se han aproximado a esta historia han podido verlo o han indagado en ello, bajo mi punto de vista. Edmundo, en ingenuidad y torpeza inicial, en su posterior fuerza de voluntad, y en su final arrepentimiento, es, ni más ni menos, que un espejo nítido y atroz de la absurda, caprichosa y voluble condición humana. Como siempre en estos casos, es de mediocres quedarse en la epidermis de la aventura. Si la aventura es el género más conmovedor y adictivo que existe es porque bajo su superficie se esconden los resortes más primarios del espíritu humano, aunque algunos se empeñen en que su base es la alteración manipuladora de los sentidos.
Y de los protagonistas más importantes de la aventura, pocos existen más vivos, más reales, que el que creó Dumas, el trágico y luego cruel y luego patético Dantés, una figura contradictoria que en su lucha contra el destino que cree que le ha impuesto Dios (aunque luego deje de creer en él), acaba creyéndose por encima de él, y capaz de desafiar sus reglas mortales. ¿Qué existe más humano y doloroso que eso? Yo creo que nada. Y cuando Park Chan-Wook elaboró su ‘Old Boy’, y le encerró, por motivos desconocidos, durante catorce años, tenía muy presente a Edmundo Dantés, aunque su peripecia vital fuera, en verdad, muy diferente.
Y aunque admiro sin límites a Gerard Depardieu, y creo que su televisivo Edmundo fue bastante bueno, opino que el Dantés de Caviezel es, por el momento, el más cercano al que se puede imaginar el lector cuando lee la novela, y esto por varias razones. La primera es que a pesar de ser norteamericano, Jim Caviezel parece italiano, español o francés, pero siempre de piel mediterránea, con esa piel bronceada y esos intensos ojos azules. La segunda es su personalidad, pues de Caviezel parece emanar una energía casi mística (que le llevó a encarnar al Jesús de Gibson, o al inolvidable Witt de ‘La delgada línea roja’) muy apropiada al rol de Dantés. Y la tercera es que es un intérprete que, como ha demostrado otras veces, puede corporeizar tanto la bondad infinita como la crueldad sin límites.
La adaptación de 2002 es bastante interesante. Dirigida por Kevin Reynolds, un artesano más que digno, y siempre poco valorado, responsable de las apreciables ‘Rapa-Nui’ o ‘Waterworld’ (también de la infumable ‘Robin Hood’ de Costner, es cierto), este Montecristo es muy fiel a la novela hasta que Edmundo se topa con los piratas, e incluso hasta que encuentra por fin el tesoro oculto de la isla. A partir de ahí ignora de manera evidente la novela, y eso no es lo malo, si no que lo sustituye por un desarrollo poco trabajado. Con todo, no es nada desdeñable. El diseño de producción es magnífico, y el reparto está bien ensamblado. Guy Pearce es un buen Fernando Mondego, y Richard Harris es el perfecto abate Faria. Se percibe el ambiente de mar de Marsella de manera sensacional, así como la opresión del castillo de If.
Sin embargo la película pedía más, por lo menos una hora más, de metraje. En ella debe contarse el regreso fantasmagórico del conde a Marsella, la sorpresa de volver a ver al Faraón (el buque insignia de su antiguo armador), la enrevesada trama de araña que envuelve a Danglars, Mondego y Villefort tantos años después. Sin todo eso, que Dumas (con su fiel y siempre ensombrecido escudero Maquet) elaboró con tanta paciencia y minuciosidad, es imposible percibir la lucha interna entre la luz y la oscuridad que debe acometer Dantés, y con la que debe también sufrir el espectador, removido hasta lo más profundo de su alma. Y si la película dura cuatro horas, que así sea, nadie va a protestar. ¿Se nota mucho que esta sería la película que yo haría si algún día pudiera dirigir una?
Reynolds hace lo que puede con lo que tiene, y lo hace bastante bien. Como antes lo hicieron Josée Dayan, David Greene, Robert Vernay, Claude Autant-Lara, Roberto Gavaldón y Chano Urueta, o incluso Luigi Maggi. Si David O’Selznick se empeñó con cierta novela de Margaret Mitchell, y aquello pasó a la historia, bien se lo merece Dantés, creo yo.