'El cazador', conmovedor relato de una amistad

'El cazador', conmovedor relato de una amistad
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Nunca sabremos si el hecho de que esta película, dirigida por Michael Cimino y estrenada en 1978, se alzase con el Oscar a la mejor producción del año, fue la razón principal de que un año después otro gran drama sobre la por entonces reciente guerra de Vietnam, nada menos que la obra maestra ‘Apocalypse Now’, se quedara a las puertas del mismo premio, perdiéndolo en favor de la muy menor ‘Kramer contra Kramer’ (‘Kramer vs. Kramer, Robert Benton). Quiero pensar que la ceguera de la academia se debió más a un deseo de evitar cargar las tintas, dos años seguidos, contra aquélla locura de guerra, más que por su nefasto criterio estético. En cualquier caso, de lo que no hay duda es que ‘El cazador’ (‘The Deer Hunter’ en el original, que se traduciría fielmente por ‘El cazador de ciervos’) provocó una lógica conmoción en Estados Unidos, y en medio mundo, y que se merecía todos los elogios y premios que recibió, y que aún los merece.

No pasa el tiempo por el que quizá sea el filme más completo de su director (ahora, recién cambiado de sexo, directora…en el caso de que vuelva a dirigir), un poderoso y terrible drama, muy difícil de catalogar, pues no se inscribe (aunque buena parte de él desde luego lo es) en la fecunda y apasionante tradición del cine bélico, pero tampoco podemos definirlo como un drama social, ni desde luego como un melodrama, ni mucho menos como cine clásico o de vanguardia. Es, sencillamente, cine lírico, libérrimo, atormentado, un admirable y doloroso viaje de amistad y muerte, de amor y de desesperación infinita, de pérdida, de derrota. No pasa el tiempo por ella porque habla de cosas que importan: de la dificultad de la amistad, del sinsentido de la guerra, de la certeza de la muerte. Y lo hace a través de personajes verdaderos, algo al parecer reservado al talento de muy escasos cineastas.

Cimino pudo ser uno de ellos…el poco tiempo que duró su carrera. Perteneciente, por derecho propio, a la extraordinaria generación proclamada como el New Hollywood (Coppola, Scorsese, De Palma, Lucas, Spielberg, Hopper y compañía), sin duda Michael (ahora Michaela, o según algunas fuentes Elizabeth) Cimino es uno de los casos de malditismo más célebres y notables de la historia del cine norteamericano. Del cielo de la fama, los premios, el prestigio…al hoyo del más feroz egocentrismo, de la insensatez estética más clamorosa, de la mala suerte y de las malas elecciones. Así es Hollywood, dirían muchos, y quien no lo crea que lea todo lo relativo a su siguiente película, ‘La puerta del cielo’, que en realidad fue su puerta al infierno. Ahora bien, siempre se le recordará por esta formidable película.

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Una amistad en tres capítulos

En realidad, existen varias amistades y relaciones de todo tipo, en esta historia. Pero la más importante de todas, el corazón del relato, es la que mantienen Michael (Robert de Niro) y Nick (Christopher Walken), a pesar de que ambos están enamorados secretamente (un secreto a voces) de la misma mujer, interpretada por una joven y encantadora Meryl Streep. Todos los hombres son trabajadores de una fundición en la América profunda, y ya el fuego y el peligro de su trabajo (las primeras imágenes de la película) anticipa el dolor y la oscuridad de la película. El primer capítulo, sin embargo, ocupará los dos últimos días de tres de esos amigos antes de partir a la guerra de Vietnam, en los que uno de ellos (John Savage) también se casará, mientras que el resto se divierte yendo a cazar ciervos.

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Todo cambiará, claro, en cuanto lleguen a Vietnam, donde experimentarán una pesadilla inimaginable. El tercer y último capítulo, aún más terrible, y que no revelaremos para los que no la hayan visto, narrará las consecuencias de la guerra sobre las vidas de los tres amigos, y del resto de amistades y familiares que quedaron en casa. Alegato claramente antibelicista, que nos muestra las consecuencias más cruentas de la guerra y de tomar la decisión de participar en ella, sacrificando juventud, salud, felicidad, vidas. Desde el principio de la película, un halo de pesimismo, de inasible melancolía (a pesar de las juergas y las risas) invade inexplicablemente al espectador. Como si de un presagio fúnebre se tratara, la mirada compasiva de Cimino sobre sus criaturas, narrando con una precisión majestuosa la boda, las torturas, las borracheras, convoca una tensión psíquica atroz, que nos despoja de esperanza y nos enfrenta desnudos con la muerte.

Portentoso Robert De Niro

En un reparto sin la menor fisura, con un sensacional Christopher Walken, que se llevó el Oscar al mejor actor en papel de reparto, con un fabuloso John Cazale ya muy enfermo de cáncer y a punto de morir (aunque vaya carrera la suya), Robert De Niro brilla con una intensidad indescriptible, haciendo aún mejores a sus compañeros de reparto por su talento, su humanidad, su contención, su pasmosa elegancia. La carrera de este actor en los años setenta da vértigo. Resulta inexplicable cómo su trayectoria ha declinado de manera tan alarmante en los últimos tiempos. Aquí, en su plenitud total es el alma de la película, su motor, su razón de ser. Y carga en sus hombros ese peso sin aparente esfuerzo.

A través de tres horas agotadoras, pero que se pasan en un verdadero suspiro, el Michael de De Niro se embarca en uno de los mayores torrentes emocionales que se recuerdan en el cine americano de las últimas décadas, torrente en el que confluyen los más variados y complejos estados anímicos y que sólo un actor del talento de De Niro, y muy pocos más, pueden abarcar con garantías de no caer en el ridículo o de dejar a un lado el maniqueísmo. Nos enamoramos de Michael porque sufrimos lo indecible con él. Desearíamos no seguirle en su odisea (tanto íntima como física), a menudo le odiamos o estamos en desacuerdo con su forma de actuar, pero una extrema compasión (pasión con, dolor con) se apodera del espectador.

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En él reside toda la fuerza vital, todo el discurso moral de la película. Antes de partir hacia cualquier guerra, a malgastar su vida, los futuros soldados deberían ver esta película, y creo que muchos de ellos se lo pensarían dos veces. Pero más allá de discursos o ideas, ‘El cazador’ es un canto a la vida. Algunos analistas quieren ver simbologías en el ciervo al que Michael apunta con su rifle, hacia el final de la película. En mi opinión, esa imagen no es un símbolo, en absoluto. Yo creo que, observando a ese magnífico y bello animal, Michael comprende por fin el valor de la vida, de cualquier vida. Y no dispara.

Conclusión

Bella y trágica película de obligado visionado, que se inscribe con letras de oro dentro de esa década tumultuosa y extraña que fueron los setenta, en la que tantas cosas (la mayoría buenas) acabaron y tantas otras (la mayoría malas) empezaron, y no solamente en el cine. Existe un ramillete de grandes títulos, como ‘El cazador’, que en esa época se erigieron como portavoces de la conciencia y del dolor norteamericano, una nación que construye su sociedad, como tantos otros imperios, gracias a la guerra.

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