'El baile de los vampiros', sublime tragicomedia vampírica

“Soy un pájaro nocturno. No soy gran cosa durante el día”

- Conde Von Krolock

La apasionante, dilatada (aunque no posea, pese a su longevidad, un gran número de títulos) y variada filmografía del director franco-polaco Roman Polanski (a día de hoy, aún encarcelado en un proceso vergonzoso), tiene en su cuarta realización, ‘El baile de los vampiros’, una de sus obras más bellas, sorprendentes y, a menudo, incomprendidas. Tachada de menor por ciertos sectores de la crítica, se trata de una obra incontestablemente mayor, con Polanski en plena posesión de su talento, durante los años sesenta, con toda probabilidad la época más feliz de toda la vida del cineasta.

Con el éxito de ‘Repulsión’, que repitió la aclamación en el Festival de Berlín un año después del triunfo de ‘Cul-de-sac’, Polanski estaba preparado para ser un director norteamericano. Aunque primero llevaría a cabo un proyecto que sería mitad europeo, mitad hollywoodiense, y que sería distribuido en Estados Unidos por el infame Martin Ransohoff, que mutilaría la película, sin consentimiento del autor, y entregaría en los cines de ese país un producto incomprensible y amorfo, que propició su fracaso comercial. Eso sí, en Europa fue un gran éxito, pues pudimos ver su versión del director, que a día de hoy sigue tan viva como entonces, o más aún.

Decadente Belleza

No me resisto a repetir el título inventado por Diego Moldes, que tan bien describe esta joya, en su magnífico libro ‘Roman Polanski: la fantasía del atormentado‘: “Einstein y Kafka, cazadores aficionados, van a cazar vampiros y terminan vampirizados”. Sin duda mucho mejor que el título inventado por el mezquino de Ransohoff (‘Perdone, pero sus dientes están en mi cuello’), quien podríamos pensar que actuó como lo hizo por despecho, pues Polanski le arrebató en el rodaje a su pequeña Sharon Tate, a quien él intentaba promocionar (y de paso ganarse su afecto…). Y es que es imposible no pensar en Einstein y Kafka desde el mismo comienzo, con el propio Polanski interpretando a un trasunto (literario) del genial escritor checo, y a Jack McGowran (extraordinario) cuyo profesor Abronsius es una chiflada versión del famoso científico alemán.

Esta pareja se erige en descendencia directa de las muchas parejas cómicas que han existido en el cine, y su relación se convierte en homenaje a ese sentido del humor basado en gags visuales y a menudo mudos. La misión que emprenden en Transilvania les viene grande a todas luces, pero con entrañable determinación vivirán una serie de disparatadas aventuras primero en la casa de Shagal (impagable Alfie Bass), y luego en el castillo del conde Von Krolock, otro trasunto trágico, esta vez del conde Drácula, de consecuencias imprevisibles.

Ya los títulos de crédito dejan claro qué clase de sutil mezcla de terror y humor vamos a presenciar. Con la genial música del tristemente desaparecido, a los 38 años, Krzysztof Komeda, se suceden los títulos después de que el león de la metro se convierta en un vampiro de dibujos animados, de cuyos colmillos goteará una gota de sangre que se irá derramando entre las letras de los créditos. Ahora bien, el fenomenal diseño de producción, de Wilfred Shingleton, nos introduce con gran precisión en una atmósfera recargada, barroca y deudora de los grandes relatos góticos. De hecho, es un relato de una belleza plástica que no teme adentrarse en las cartografías de lo decadente y lo sinuoso, que de manera muy bella se articula entre la poesía y la comedia zafia.

Polanski no pierde el control del tono en ningún momento, mientras que en labores de interpretación logra uno de sus papeles más divertidos y más técnicamente complejos. En cuanto a las labores de escritura, él y Gérard Brach, alternan secuencias desternillantes (la huída de Alfred ante el acoso del vampiro de “gestos amanerados”, la famosa y magistral secuencia del baile), con otras que podrían pertenecer al cine de terror más inquietante y poderoso (como aquel momento en que Alfred oye el cántico piadoso de Sara desde alguna parte del castillo, o la inolvidable imagen de Shagal, ya vampirizado, introduciendo el cadáver de su antigua y deseada criada consigo en una oscura tumba). Nada chirría y nada queda fuera de lugar, sino que se sostiene sin aparente esfuerzo, en un conjunto admirable y que produce un gran placer a cada visionado.

Finalmente, la puesta en escena desplegada por el director, no es la propia de un cineasta de treinta y pocos años, sino la de un consumado profesional del difícil arte de dirigir películas, y la de un maestro técnico de rigurosa e intransferible personalidad. Las secuencias resueltas con perfección formal absoluta son numerosas. De ellas, quiero destacar tres:

1. Rapto de Sarah: magistral secuencia, de montaje y ritmo impresionantes. Inolvidables las imágenes de cómo entra la nieva por el lucernario, la capa roja del vampiro, su descenso lento e hipnótico, el erotismo del mordisco, el punto de vista de Alfred (que descubre al vampiro), para rematarlo todo con el llanto histérico de la madre.

2. Fracaso en la cripta: Inquietante, desternillante, romántica y soberbia secuencia, de gran complejidad, en la que Polanski dilata el tiempo a su antojo. Alfred y el profesor acuden a exterminar a los vampiros en pleno día, pero todo es un desastre. Es más, Alfred se olvida por completo de su maestro cuando encuentra fortuitamente a Sarah. Los actores, perfectos, sobre todo Tate, bellísima y trágica.

3. Baile de los vampiros: Por supuesto, la secuencia técnicamente más compleja y elaborada, la más divertida y la más terrorífica, insuperable climax de este comedia trágica. La coreografía del baile junto con la cámara podría rivalizar con el Ophuls más inspirado.

Conclusión

Muestra Polanskiana de obligado visionado para todos los amantes del cine, que sólo gana con los años y que brilla con fuerza propia entre el portentoso repoker de ases que su director filmó en los años sesenta. Además, posee el hálito trágico de ser la primera y la última película de Sharon Tate dirigida por Polanski (cuando es de suponer que la hubiera convertido en su miusa), ya que como todos sabemos moriría asesinada dos años después por la secta de Charles Manson.

Por supuesto, es recomendable verla sin el menor prejuicio, con el solo objetivo de buscar placer en ella, porque lo ofrece a raudales como solo el gran cine puede hacerlo. Y su desolador final es el único posible, y lo que termina por dejar un poso imborrable en el espectador.

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