Daniel Calparsoro ha sabido encontrar a lo largo de su carrera un equlibrio complicado, no siempre efectivo, entre el cine de género y la obra de autor. Sus primeras películas, las más personales, impactantes y viscerales -y las mejores de su carrera- eran también contundentes thrillers urbanos, que bebían del cine independiente americano y que sabían plantear dramas y conflictos de aquí, pero pasados por el filtro de alguien cuyo lenguaje audiovisual estaba contaminado por el consumo compulsivo de cine de todo tipo.
Los telefilms que Calparsoro rodó entre 2008 y 2013, con altibajos pero también con resultados tan estimulantes como los de 'El castigo', son el ejemplo perfecto de que el director puede acoplarse a estilos y formatos predefinidos sin por ello perder cierto sello personal. Puede, pero no siempre lo consigue: las terribles y recientes 'Invasor' o 'Combustión' parecían mandar el mensaje de que, sin buenos guiones como respaldo, ese estilo a medio camino entre la autoría y la caligrafía aplicada sobre géneros, naufraga.
Paradójicamente, su última película, la explosiva 'Cien años de perdón', parecía devolvernos al director de los primeros tiempos. Los actores volvían a estar entonados, el guión de Jorge Guerricechevarría funcionaba con precisión, y aunque el Calparsoro autor de antaño quedaba difuminado entre los entresijos argumentales obligatorios del cine de atracos, la película funcionaba tan bien que bastaba con que el sello del director consistiera, simplemente, en un ritmo endiablado.
Por eso es doblemente extraña y decepcionante la desastrosa labor de Gerricaechevarría con el guión de 'El aviso', coescrita con Patxi Amezcua y adaptando un guion original de Chris Sparling ('Buried', 'Mercy') a partir de Paul Pen. Demasiadas manos para una historia tan sumamente simple y que exigía un complejo y exacto mecanismo de relojería narrativa, uno que aprovechara los elementos de ciencia-ficción y fantasía que trastean con la idea de la implacabilidad del tiempo, a la que se pueden inyectar elementos de thriller urbano. Algo que 'El aviso' está muy lejos de ofrecer.
El pasado de otros
El punto de partida de la película tiene abundantes puntos de interés: un niño de diez años, Nico (Hugo Arbues), recibe en una gasolinera una amenaza de muerte. Tras ella se esconde un fenómeno sin explicación, la repetición de un acto violento en el mismo sitio y con el mismo número de víctimas cada cierto tiempo. La única persona que parece que empieza a comprender el inexplicable suceso es un joven obsesivo (Raúl Arévalo), cuyo mejor amigo está en coma debido precisamente a este fenómeno.
Todo ello está narrado al estilo de un thriller que naturaliza su componente sobrenatural extirpando todo intento de explicación lógica acerca de por qué sucede lo que sucede. Esto acerca la película a esa especie de realismo mágico urbano tan de género español y lo distancia de una opción más atractiva: plantear una serie de reglas y exprimir todas sus posibilidades. Por eso, porque lo más interesante de la historia son esas reglas inventadas, se echa de menos más elementos detectivescos, la investigación del protagonista y el rastreo de quienes han participado en el suceso a lo largo de las décadas.
'El aviso' deriva, precisamente, hacia todo lo contrario: plantea una situación que no explica a fondo por pura pereza, recurre a deus ex machina argumentales algo ridículos, recurre al sentimentalismo cuando los resortes del suspense no funcionan y los personajes no son consistentes ante lo que les va sucediendo. Es una pena porque el talento interpretativo que hay en la película es notable, Aura Garrido y Belén Cuesta en cabeza. Raúl Arévalo está un poco más despistado, confundiendo a un personaje que se medica con uno que tiene la sensibilidad adormecida, pero cumple con su labor.
Quizás el único riesgo que se atreve a tomar Calparsoro es el de narrar simultáneamente dos espacios temporales distantes sin ceder a los recursos habituales de cartelas con años, cortinillas y demás, lo que denota cierta elegancia y le da lógica narrativa a la conclusión. Es el único destello de energía y desafío al espectador en una película sin duda con posibilidades, pero que no logra remontar el vuelo ante una idea devastadora: que un enfoque sentimental y tópico de temas como el bullying o la eutanasia en más valioso que una tragedia que atraviesa la lógica del espacio y el tiempo.
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