'El ataúd de cristal', primer largometraje del director vasco Haritz Zubillaga, se pudo ver en Sitges en 2016. Desde entonces ha ido dando tumbos por festivales, hasta encontrar un distribución mínima en salas dos años después. Un recorrido demasiado largo e imaginamos que algo desolador para sus responsables. Veintitantos meses después, como si hubiera estado aislada en una cámara frigorífica de las que podrían aparecer en una historia de Zubillaga, mantiene intactas sus virtudes y problemas.
El ataúd de cristal reformula planteamientos de algunos cortos anteriores del director, especialmente 'Las horas muertas' y, sobre todo, 'She's Lost Control'. En el primero, unos cuantos jóvenes en un entorno de asfixiantes reminiscencias a 'La matanza de Texas' y otras odiseas de perdición veraniega son acosados por un francotirador en una autocaravana. En la segunda, Paola Bontempi (también protagonista de 'El ataúd de cristal') es víctima de un asesino en serie en el interior de un coche, con un giro final que rima con el último tercio del largometraje.
En ambos casos, los cortos tienen en común con la película un ambiente claustrofóbico y paroxístico, de tensión creciente, en espacios reducidos y, curiosamente, en formato vehículo de motor (aunque la mayor parte del tiempo estén detenidos). Pero hay más: visual y técnicamente, cortos y largometraje marcan un sello autoral en la obsesión del autor por el detallismo sensorial, como los sonidos cotidianos -desde tejidos rozándose a la carne acariciando el metal- convertidos en pesadillescos, o los primerísimos planos que resaltan poros, marcas o detalles microscópicos.
Esa, heredada del giallo más expresivo, es sin duda la propuesta más estimulante de 'El ataúd de cristal': el microcosmos que propone no es el de una mujer desvalida encerrada en una limusina, sino un amplificador de estímulos visuales y sonoros que producen pánico. Un planteamiento de puro género que viene arropado por el habitual argumento claustrofóbico: Amanda (Bontempi) es una actriz de éxito que acude en una enorme limusina a recoger un premio. Pero al poco de ir en el vehículo las lunas se tintan, las puertas se cierran y una voz distorsionada le propondrá un juego sádico y macabro.
Jigsaw sobre ruedas
Hora y media de tensión extrema es lo que propone Zubillaga, y desde el punto de vista técnico el resultado es altamente satisfactorio. En ese entorno ridículamente opresivo, el director se las arregla para mover la cámara con solutura, configurar el espacio con precisión y conseguir que nos veamos asfixiados por las reglas del juego, no por torpeza expositiva. A veces las dimensiones de la limusina la hacen parecer más bien la parte trasera de una furgoneta, pero son reglas que aceptamos con la entrada.
Además, el director de fotografía Jon D. Domínguez, habitual de Nacho Vigalondo y Borja Cobeaga, hace un excelente trabajo transformando el interior de la limusina con colores que sirven de espejo de la acción y los estados de ánimo de la heroína, del neón chirriante a la opresiva luz negra. También otorga una estética irreal y fantasmagórica a los exteriores, subrayando la idea de que el interior del coche es el único mundo que importa.
El problema llega con un guión, coescrito por Zubillaga y Aitor Eneriz, al que le cuesta mantener la tensión e incluso el tono. Algunos diálogos un poco ingenuos y vergonzantes se dan la mano con secuencias de tortura y cacharrería que resultarán familiares a los asiduos a la saga 'Saw'. El tono da bandazos de la sátira a lo trascendente, y Zubilla no termina de decidirse entre su estética de art-horror y alguna explosión de violencia de espíritu exploitation. En general, hay demasiada ambición cuando la película se sale de los resortes narrativos del suspense, y una escena concreta, de brutalidad insoportable, se siente más como un añadido para epatar que como una auténtica consecuencia lógica de lo que estamos viendo.
La impresión final es de estar ante una película técnicamente admirable, pero endeble en todo lo demás. El ejemplo perfecto de ello está en su tramo final, argumentalmente insostenible pero fascinante en lo visual. Sin duda una propuesta irregular, pero también admirable entre tanto cine clónico de género a lo Blumhouse. Posiblemente, Zubillaga tenga oportunidades en el futuro de seguir explorando su mundo de pánico sensorial en vehículos algo más propicios. Y no hablamos solo de la limusina.
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