Recientemente galardonada con una Mención Especial del Jurado y el Premio FIPRESCI del 63º Festival de Cine de San Sebastián y convertida en uno de los grandes títulos del certamen, 'El Apóstata', el tercer largometraje del realizador uruguayo Federico Veiroj, aterriza en nuestra cartelera contando una historia muy española -co-producida entre Uruguay, Francia y España-, pero realizada con el pulso firme, pausado y casi mágico que tanto caracteriza al cine latinoamericano de los últimos años.
Firmada por el autor de uno de los retratos más refrescantes sobre la adolescencia, 'Acné' (2008) y de una oda al cine y a la cinefilia como 'La vida útil' (2010), era de esperar que con esta nueva apróximación a un crisis vital -en este caso, la de la madurez- volviera a ofrecer una visión única, cargada de una comicidad muy especial y a la vez, criticando y/o parodiando una de las instituciones, en apariencia intocables, de la sociedad española: la Santa Iglesia Católica -y sí, lean aquí cierto tono con retintín-.
Lo (sur)real
Antiguamente, para apostatar, sólo hacía falta salir de la Iglesia mirando al altar, caminando hacia atrás y con el sacerdote limpiando con agua bendita las huellas del apóstata. En la acutalidad, Gonzalo Tamayo, un hombre de treinta y tantos, y protagonista de 'El Apóstata', no lo tiene tan fácil. Quiere renunciar al pasado para ser capaz de afrontar el futuro, limpio y curado, pero para ello tiene que hacer frente a todo tipo de jurisdicciones, autoridades, burocracias y otras membresías vitales. Se busca y se cuestiona, se siente incómodo en la piel de esa espiritualidad bajo la que fue criado.
Veiroj consigue con 'El Apóstata' algo único, original y extraño, que roza lo surreal y que respira inevitablemente de la esencia de Alvaro Ogalla, actor no profesional que da vida a Tamayo y co-guionista de la historia, puesto que la cinta se basa en su propia experiencia. La idea, casi infantil, de Tamayo de que apostatando encontrará solución y respuesta a los problemas y crisis de la edad adulta -como pueden terminar de una vez por todas la carrera, superar su romance con su prima y abrirse a relaciones adultas, entre otras- resulta tierna y hasta melancólica, por lo que si entramos en el juego que propone la película, es fácil sentir empatía.
Gonzalo Tamayo hace un viaje a las entrañas de la Iglesia y de sí mismo: cuanto más se acerca a la cúpula católica y a sus impedimentos para borrarse de los registros, más se aleja de su espiritualidad y se confirma que su imposibilidad de avanzar proviene de su eduación religiosa. Un problema real y creíble, pero al que Veiroj hace que se enfrente a través de ensoñaciones raras, situaciones extrañas -su visita a la asociación del grupo apóstata o los sueños con su madre- que dotan al film de un especial carácter surreal, de fábula y cercano al romanticismo.
La comicidad
Así, este enfrentamiento con la burocracia de la Iglesia además de crítica, sirve de excusa, de símbolo,si preferís, de esa crisis vital de Tamayo. Una crisis que se nos cuenta desde la comedia pausada, un humor algo macabro, sútil y casi violento que roza -y valga la redundancia- la surrealidad. Una comicidad que viene dada por la forma de interpretar de sus actores, empezando por la naturalidad y sincerdidad de Álvaro Ogalla, sin educación actoral. Junto a él, un trío de mujeres que le siguen el juego: Marta Larralde, la prima; Bárbara Lennie, vecina y madre del niño al que da clases; y Vicky Peña, su regia madre.
'El Apóstata' puede parecer absurda, sin gracia y hasta rídicula para el que no entre en la fábula que propone Federico Veiroj y este puede ser su gran defecto: tratar la crisis de madurez y la apostasía desde una posición tan bizarra y especial. Pero si uno entra la juego de esa libertad creativa que desprende el film, ese Tamayo y su ardua tarea de renegar de la religión cristiana, su inmadurez y hasta su crueldad, terminarán resultándonos irremediablemente entrañables.
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