Por mucho que Tim Burton a menudo proclame la dureza de la industria hollywoodiense, lo cierto es que fue un niño prodigio que se amoldó a Hollywood con rapidez y profesionalidad. A su beca en Cal Arts, le siguieron el ingreso en Disney en 1979, a los veintiún años. A continuación dos estupendos cortos (‘Vincent’ y ‘Frankenweenie’), y poco después de abandonar Disney su primer encargo como director, ‘La gran aventura de Pee Wee’ (‘Pee Wee’s Big Adventure’, 1985), a los veintiséis años. Ni qué decir tiene que tanto este primer largometraje como los dos que le siguieron, ‘Bitelchús’ (‘Beetlejuice’, 1988) y ‘Batman’ (id, 1989), fueron encargos profesionales en los que él, a pesar de su escaso margen de maniobra, intentó incluir algunos de sus fetiches personales, con menor o mayor fortuna. Pero el grandioso éxito de la última de ellas le proporcionó un insólito poder en la industria y la posibilidad de llevar a cabo un proyecto que le rondaba hacía algún tiempo acerca de un misterioso muchacho con tijeras en lugar de manos, y por fin libre de la interferencia de los estudios, que se lo rifaban como el director estrella que ya era.
Nació así una de las películas estadounidenses más inclasificables de los años noventa, y la que probablemente sea la más personal y sentida de su director, que encuentra en el patético y solitario Edward un evidente alter-ego sobre el que descargar todo su amor por los cuentos clásicos, por lo gótico y por lo romántico. Sin ser ni mucho menos, a mi juicio, la obra maestra que en ocasiones se ha querido ver en ella, y estoy seguro de que tampoco la mejor película de su director (creo que ese rango lo ostenta la única película en blanco y negro que ha hecho Burton, sobre cierto director cutre y delirante…), ‘Eduardo Manostijeras’ (‘Edward Scissorhands’, 1990) sí que empieza a dar la verdadera medida del talento y la pasión de su máximo responsable, y aunque en su conjunto adolece de determinadas arritmias y zonas grises que empañan un poco su acabado, también posee tres o cuatro secuencias magistrales y conmovedoras que la aúpan muy por encima de la media del cine fantástico de los últimos años. Un filme estimable que se ve muy bien, y que se recuerda mejor.
Un personaje único
En la concepción de un personaje-metáfora tan extremo como Edward, encontramos rastros de famosos personajes literarios y cinematográficos. Edward es una suerte de pinocho que quiere convertirse en ser humano, pero también de un monstruo de Frankenstein cuyo padre le creó para dejarle incompleto, y en la puesta en escena de Burton no es difícil hallar reminiscencias de la magistral versión de James Whale de 1931. Este eterno adolescente, que no envejece jamás, es el opuesto a un Peter Pan vitalista y eufórico. En realidad se trata de una criatura con grandes dotes para el arte y lo bello, aunque su figura resulte tan siniestra y su rostro tan melancólico. Pero ante todo Edward es una metáfora de la adolescencia como época dolorosa de incomunicación y soledad, y sus tijeras pueden entenderse como la incapacidad de un muchacho para dar amor incondicional sin dañar a los que más quiere.
La interpretación de Johnny Depp no es especialmente compleja, pero el actor se volcó en un proyecto que le salvaría de convertirse, bien lo sabía él, en otra fugaz estrella adolescente, y le ayudaría a encaminar su carrera por parámetros más valientes y heterodoxos. Tim Burton había pensado antes en Tom Hanks o incluso en Michael Jackson, aunque la Fox le propuso a Tom Cruise. La futura superestrella lo rechazó finalmente, por creer que un personaje tan extraño podía ser negativo para su carrera, y dejó el camino libre a Depp, propiciando una de las relaciones director-actor más fructíferas y famosas de las últimas dos décadas. Depp no tuvo ningún reparo en dejarse afear y en renunciar a mostrar su admirado atractivo para interpretar a Edward. Su complicada caracterización fue obra del proverbial Stan Winston, mientras que el crucial diseño de producción corrió a cargo de Bo Welch, que tendría la responsabilidad de crear los dos espacios complementarios del filme: el sombrío caserón gótico hogar de Edward, y la colorista zona residencial.
Uno de los aspectos más interesantes de este relato es la confrontación entre esos dos mundos ideados por Burton y diseñados por Welch. Al en apariencia idílico, estable, “normal” universo conformado por pequeñas casitas, de diferentes tonalidades pero idéntica arquitectura, se opone el también aparente temible universo de la negra mansión de Edward, flanqueada por ominosas criaturas esculpidas en la vegetación con ayuda de sus afiladas tijeras. En realidad, y como iremos descubriendo, la mayor parte de esos ciudadanos normales y honrados son una abyecta panda de hipócritas que se creen con el derecho de juzgar al raro y al diferente, mientras que ese ser en teoría raro y diferente tiene más corazón y más sensibilidad que estas supuestas buenas personas de moral tan dudosa. Para Burton, las zonas residenciales siempre han tenido algo de retorcido y de perverso, como también la pérdida de la invidualidad, y de perspectiva, que significa la masa frente al solitario.
Así, Edward encontrará en los pocos ciudadanos sensatos la única fuente de apoyo en su (voluntaria) “reinserción social”. Tanto Peg Boggs (una sobria Diane Wiest), que le adopta temporalmente por compasión y curiosidad, como su hija Kim (un tanto sosa aquí Winona Ryder), de la que se enamorará Edward, son su conexión con el mundo real, aunque poco pueden hacer porque sea aceptado tal como es por el mundo. El compasivo jefe de policía le deja huir al final comprendiendo que le iriá mejor viviendo solo en el caserón. Son los únicos que más o menos quieren y comprenden a Edward, el resto intenta sacar algo de él, o cambiarle, o directamente le envidian y le odian sin motivo, como el novio de Kim, e intentan destruirle. El relato se alinea completamente con Edward, e incluso su venganza final queda como un acto necesario, de un modo un tanto forzado y manipulador, pero sin duda eficaz. Ese estupendo clímax, a un mismo tiempo liberador y catártico, apuntala admirablemente esta tragedia adolescente, parábola de la inadaptación.
Burton filma esta película con gran sencillez, sin pretender hacer gran cine. Su máxima pretensión parece ser la de conmover al espectador. Y lo consigue, aunque en ocasiones su puesta en escena caiga en un sentimentalismo fácil que a punto está de arruinar la originalidad y sinceridad de su mirada. Lo mejor, sin duda, son los tres flash-backs con el gran Vincent Price (el verdadero ídolo de Burton) encarnando al creador de Edward, culminando en el último, que es un prodigio de montaje, en el momento en que Kim le enseña a abrazarla sin herirla con sus tijeras. Es muy hermoso el momento en que intenta acariciar a su padre muerto y le corta el rostro de forma involuntaria. Lo peor, probablemente, es la exagerada insistencia de Burton por justificar en exceso al personaje protagonista frente a los malvados ciudadanos, que conduce a algunos tramos reiterativos y poco interesantes, como el episodio en el que Edward ejerce de peluquero de las vecinas, que desvirtúan además el tono elegíaco y romántico de la historia, a mi parecer.
Conclusión
Meritoria película, que fue un proyecto arriesgado y personal, y que significó un importante paso adelante en la trayectoria artística de un director que, como el lector quizá ya sepa, creo que ha terminando adocenándose en su última década hasta convertirse en un mercenario con talento pero sin mucho interés. Tras ‘Eduardo Manostijeras’ aceptó hacer la secuela de ‘Batman’, firmando una de sus peores películas y confirmando su peligroso juego con los estudios, consistente en luchar por aunar comercialidad y autoría, algo que muy pocos gigantes han podido lograr, y Burton no ha sido uno de ellos, desgraciadamente.