La vida y sus designios podrían parecer grave pesadumbre durante el prólogo de 'Drive My Car', la película con la que Ryusuke Hamaguchi aspira a cuatro Premios Oscar. La obra, que adapta con libertad el relato homónimo de Haruki Murakami, arranca a paso lento hasta sus créditos iniciales, que aparecen bien entrado el metraje, escondiendo en espejos y pantallas separación, apariencias y psiques fragmentadas.
La cinta inicia con un extenso prólogo de la historia de Kafuku y Oto, una pareja atravesada por la tragedia que comparte planos a través de espejos como reflejo de una distancia que parece insoslayable. Ella aparece ensombrecida durante el sexo que practican mientras recita argumentos que después olvida y él recuerda, como en una especie de catarsis a través del relato que recuerda a 'Storytellers', documental del propio Hamaguchi que destaca el poder sanador de las historias ante la catástrofe ecológica.
Kafuku, un talentoso vividor del teatro, y Oto, una misteriosa actriz reconvertida a guionista, componen una pareja con complejas dinámicas relacionales que reflejan, nunca mejor dicho, los traumas de una tragedia aún por doler. Porque su historia es la de un duelo pendiente que se afronta desde recovecos y sombras, desde una visión siempre fragmentaria e incompleta (en línea con la problemática ocular del protagonista o con el cassette que recoge una voz femenina que no obtiene respuesta e invade los trayectos del Saab 900), que representa al todo.
La metonimia es una utilísima herramienta de lectura para 'Drive My Car', pues la película encierra universalidades en sus fracciones y en lo no mostrado que también dan pie a asuntos que trasladan la particularidad a lo global. Y es que ese primer duelo de Kafuku, con un dolor añadido que quebrará su capacidad interpretativa en una representación de Tío Vania, será primero enlace con el duelo de Misaki, la chófer de Kafuku en Hiroshima, y, después, con los duelos de Japón ante sus tragedias naturales y la catástrofe nuclear de los que se extraen preocupaciones ecologistas.
Todas las distancias hablan de mí
Ya tras sus créditos iniciales, 'Drive My Car' propone una elipsis de dos años en los que Kafuku sigue, a pesar de las recomendaciones médicas, haciendo largos recorridos con su coche. Se traslada a Hiroshima, donde, gracias a una beca de creación para representar, precisamente, Tío Vania, reúne a un grupo de actores asiáticos a los que hace partícipes de su peculiar pero elocuente método sobre el teatro.
Pues Kafuku entiende el texto dramático como si de una partitura se tratase: toda obra tiene un ritmo que hay que entender y encontrar para rellenar sus huecos. Entonces, la última de las preocupaciones del personaje es que su reparto sea plurilingüe y que no puedan comunicarse entre ellos: lo harán en el teatro, en la obra, sin importar la distancia lingüística.
A través de esa aparente desconexión se generan espacios de comunión entre las intérpretes que primero son íntimos (con planos frontales) y después se comparten (con contraplanos a la espalda), y que serán el anticipo a la bella rima de Hamaguchi durante el monólogo final de Sonia en Tío Vania, con un “Y viviremos” silente que resuena y retumba.
En la distancia lingüística que propone Hamaguchi hay retazos de otras distancias descritas por 'Drive My Car', como la relacional entre el viudo protagonista y su malograda esposa, la geográfica entre los espacios que Kafuku transita en su Saab 900, o la física entre todos los cuerpos que tienen un duelo pendiente. También numerosas composiciones reflejan alejamientos voluntarios de quienes son incapaces de acercarse, además de anticipar la futura voluntad de cercanía, como, por ejemplo, con el protagonista pasando del asiento trasero de su coche al de copiloto.
'Drive My Car': "Y viviremos"
No es casual que la mayoría de la película transcurra en Hiroshima, con ecos a los dolores de la Segunda Guerra Mundial y la catástrofe nuclear, pero también a los dramas de la geografía japonesa, especialmente condicionada por ser una zona de gran actividad volcánica de la que deriva una preocupante frecuencia de temblores terrestres, terremotos o tsunamis. Y, a pesar de estos dolores, la ciudad se convierte en efigie de un vitalismo que atañe a los personajes de la película, pero también al espíritu más profundo de Murakami, a la propia nación nipona y a nuestro presente global.
Aunque Haruki Murakami narra habitualmente desde protagonistas indolentes y apesadumbrados que son incapaces de enfrentarse a los avatares de la vida y el mundo, muchas de sus novelas, atravesadas por el misterio esotérico y nunca con perspectivas completas, encapsulan un espíritu estoico y vitalista que pasa por la aceptación. Y ahí es donde 'Drive My Car' recoge con más ánimo el espíritu del autor, donde Hamaguchi evoca un inesperado optimismo en el que los dolores de sus personajes se curan al abrazarse sobre las tablas, primero de espaldas a quienes les ven, y después para nosotros.
Ese generoso acto, que ya estaba en Chéjov, queda ejemplificado en el insistente monólogo de Sonia, ubicado ya en el desenlace de Tío Vania, y cobra aún más poder cuando es interpretado desde el silencio más atronador (la actriz que abraza a Kafuku se comunica mediante lengua de signos). "Y viviremos", anuncia como un mantra para superar los dolores, como un hechizo que ha de repetirse hasta que las heridas estén tratadas, también las de nuestro presente.
Erigido como curandero, Hamaguchi hace que su trama se infiltre en la más rabiosa actualidad, en un duelo del que apenas hemos comenzado a recuperarnos. Con esos dolores recientes, 'Drive My Car' se vuelve rotunda desde el firme convencimiento de que las historias pueden sanar hasta a los más afligidos y abatidos. Y resuena, una y otra vez, esa voz silente que habla con las manos y abraza con las palabras: qué se le va a hacer, hay que vivir.
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