Históricamente, la figura del artista siempre ha estado ligada a un aura casi mística, alejada del común de los mortales, y a una romantización que siempre ha tendido a proyectar su imagen envuelta de excentricidad y tormento, y con unas personalidades tan complejas como las relaciones entre el autor y el proceso creativo: unas veces adicción malsana y condena; otras, ejercicio liberador y vía de escape.
A principios de este mismo año hemos podido comprobar cómo un cineasta tan controvertido como Lars Von Trier expiaba sus pecados a través del medio cinematográfico con una perturbadora 'La casa de Jack' que podríamos calificar como una suerte de reverso tenebroso de 'Dolor y gloria', en la que Pedro Almodóvar se desnuda por completo firmando un maravilloso ejercicio que brilla fascinante entre sus irregularidades.
He de confesar que no me considero, ni mucho menos, un devoto seguidor de la filmografía del manchego, ni he conseguido conectar con su cine y su particular estilo más allá de sus peculiares comedias gestadas en una década de los 80 que se recuerda con nostalgia y algo de pesar en 'Dolor y gloria'; pero existe algo casi invisible en su nueva película —un poso, una languidez latente entre excesos y caricaturas— que me hace caer rendido ante ella desde sus primeros compases.
Esto último, que bien podría tratarse del alma de Almodóvar, impresa en cada uno de los fotogramas del largometraje, es determinante para que este se sobreponga con éxito a sus flaquezas puntuales; marcadas por un tratamiento visual que cae en lo plano y poco inspirado, una narrativa que puede pecar de caprichosa y azarosa por momentos y una interpretación principal que deambula con riesgo entre los límites de lo paródico.
Pero 'Dolor y gloria', como bien refleja su título, es una cinta en constante dualidad que compensa cada uno de los aspectos mencionados anteriormente, brindando secuencias deslumbrantes a nivel formal —especialmente las ambientadas durante la infancia del protagonista—, una trama en constante evolución y que cobra sentido tras un memorable plano final, y la actuación de un Antonio Banderas descomunal que canaliza los demonios de su personaje y hace trascender sus muchos achaques —tanto físicos como espirituales— al patio de butacas.
Si hay algo que no entiende de polos opuestos, eso es el corazón que la producción comparte al cien por cien con su autor. Pedro Almodóvar ha concebido la obra más personal —y, probablemente, la más brillante— de su carrera, equilibrando el ego y el tratamiento de la autoficción para proyectarse sobre la pantalla de un modo tan intenso, honesto y desgarrador que hace que el filme parezca, más que una pulsión artística, una necesidad personal.
En una pasaje de 'Dolor y gloria', el personaje de Antonio Banderas afirma que el mejor actor no es el que llora, sino el que sabe contener las lágrimas. Eso es precisamente lo que hace una película que no permite que las emociones exploten por completo, pero que aún así no ceja en su empeño de comprimir el corazón del respetable cada vez más a cada escena que pasa, transmitiendo dolor a espuertas, pero gloria cinematográfica aún en mayores cantidades.
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