'Doctor Strange en el Multiverso de la Locura': Sam Raimi eleva una aventura tan encomiable y divertida como limitada por los trámites de la factoría Marvel

'Doctor Strange en el Multiverso de la Locura': Sam Raimi eleva una aventura tan encomiable y divertida como limitada por los trámites de la factoría Marvel

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'Doctor Strange en el Multiverso de la Locura': Sam Raimi eleva una aventura tan encomiable y divertida como limitada por los trámites de la factoría Marvel

Cada vez que una franquicia multimillonaria o un estudio contrata a un realizador con un fuerte sello autoral, la reacción más lógica suele ser echarse a temblar. No es la primera vez que el código genético de un director desaparece triturado por las implacables ruedas dentadas que mueven la industria, convirtiendo su voz en una herramienta genérica más al servicio de la narración más funcional y con el piloto automático.

Esto hizo que, después de que Scott Derrickson abandonase el asiento de director alegando "diferencias creativas" y se anunciase a Sam Raimi como el gran sustituto para tomar las riendas de 'Doctor Strange en el Multiverso de la Locura', mi reacción instantánea fuese temer otro de esos casos en los que un proyecto con una pinta fantástica y esperanzadora sobre el papel se tradujese en otro artefacto estéril en pantalla.

Finalmente, la segunda aventura no tan en solitario del hechicero marvelita no ha sido una cuestión de absolutos; suponiendo uno de los entretenimientos más efectivos y repletos de personalidad de la saga gracias a la evidente mano de su máximo responsable pero, al mismo tiempo, viendo sepultadas sus no pocas virtudes bajo los insalvables y farragosos trámites derivados de pertenecer a un universo compartido demasiado consciente de sí mismo.

La tiranía del universo compartido

He de confesar que la escena de apertura de 'Doctor Strange en el Multiverso de la Locura' me cayó como un jarro de agua fría. Esta caótica toma de contacto con el largometraje supone la enésima set piece abarrotada de CGI, rutinaria e intercambiable del MCU y, además, abre las puertas a un primer acto tremendamente apático y exasperante que, en líneas generales, repite patrones rítmicos y narrativos explotados hasta la saciedad.

Por suerte, tras estos compases iniciales, la inconfundible impronta de Sam Raimi comienza a conquistar la película progresivamente, empapándola no sólo con algunas de sus técnicas más célebres —esos planos holandeses con push-in son inconfundibles—, sino con un tono que juega sin cortapisas con el terror más jocoso, pudiendo entrever destellos que evocan a 'El ejército de las tinieblas' o 'Arrástrame al infierno'; insólitos en la franquicia, aunque suavizados por el filtro family friendly de Marvel Studios.

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Pero en medio de este terrorífico disfrute de ritmo casi implacable, la losa del plan a gran escala del Universo Marvel hace añicos el hechizo al introducir toneladas de exposición oral que sirven de pegamento al caos multiversal que plantea el relato, al abordar el fanservice casi como si fuese una obligación —el modo en que se detiene la acción para exhibir músculo de licencias y personajes invitados es aberrante—, y al encorsetar su desarrollo en base a los acontecimientos previos y a los que ocurrirán en futuras series y largos. Algo que, en última instancia, vuelve a transmitir la sensación de estar ante el enésimo capítulo intermedio de una trama interminable.

En el otro plato de la balanza, ejerciendo una fuerza mucho mayor de lo que cabría esperar, el incontestable carisma de un Benedict Cumberbatch que roba los focos de todas y cada una de sus escenas, la fuerza en pantalla de Elizabeth Olsen —cuyo tratamiento como villana vuelve adolecer de esa falta de contundencia que empieza a ser una lacra en el MCU—, la puesta en escena de Raimi y la fantástica banda sonora de Danny Elfman, endulzan una 'Doctor Strange en el Multiverso de la Locura' que, libre de ataduras, podría haber sido un largometraje de género para recordar.

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Lamentablemente, además de un par de horas de diversión sin complicaciones, lo único que nos deja la cinta es el deseo de habitar un universo en el que las adaptaciones de cómics Marvel fuesen piezas autoconclusivas. Pequeñas obras con un fuerte componente autoral que explotasen un lore gigantesco y unos personajes inolvidables cuyas traslaciones a la gran pantalla, salvo en contadas excepciones, terminan antojándose demasiado similares entre sí, sin importar lo más mínimo el nombre de su creador.

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