Mi compañero Sergio ha tenido la bondad de permitirme ofrecer mis pequeñas impresiones acerca de 'La dama y el vagabundo' (The Lady and The Tramp, 1955) una, a ratos, olvidada película Disney pero que abrió un modelo estilístico muy distinto al que entonces seguía el estudio, con propuestas tan canónicas como 'Peter Pan' (id, 1953).
La trama ya la deben ustedes conocer, pero, en todo caso, la imposible (y bella) historia de amor entre una perrita de una encantadora y aristocrática pareja y un pillastre sabueso terminan metidos en un enredo debido al pequeño bebé humano. Por supuesto, habrá aventuras, peleas, reconciliaciones y un inolvidable rescate.
¿Qué distingue, en mi opinión, esta película de las que hasta entonces había ofrecido Walt Disney y su creciente estudio de animadores? Para empezar, estamos lejos todavía de su cuento de hadas definitvo - la versión de una Cenicienta que todavía hoy mantiene intacto su poder en el diseño de personajes e imaginario - y nos movemos en la primera odisea animal en la que el estudio no opta por decisiones antropomórficas.
De hecho, es una ruptura notable con lo que hasta entonces había caracterizado a Disney, creando personajes como Pluto y Mickey o los inolvidables animales que en las Silly Symphonies proponían pensar el mundo al ritmo de baile. Pero esta ruptura, naturalmente y como siempre en Disney, no es radical y viene compensada por los más diversos elementos.
Aquí, la banda sonora de Oliver Wallace, repleta de temas jazzy. Que ficharan a Peggy Lee para dar voz a personajes secundarios es poco menos que una declaración de intenciones: es la voz de Lee quien ofrece los mejores momentos de la película, un repertorio de swing que es capaz de divertir al más escéptico del sofá.
Y yo creo que es ahí donde la película se erige como pieza inolvidable de la primera etapa de Disney: en su capacidad para representar muchas constantes de la sociedad de su tiempo, en clave liviana y casi feliz. Como el número musical Bella Notte, la escena ya tan veces vista del beso surgido de una inverosímil cena en spaghettis, así es toda la película.: una celebración de la música y la ciudad, de sus esquinas y de su música (pues así se extendió el jazz y de ahí dependió su popularidad: de su capacidad para ser también una música eminentemente urbana) y de, también, sus posibilidades de romanticismo.
Por eso mismo funcionan tan bien todos sus secundarios, indudablemente una de las virtudes de Disney que luego recogería Pixar: convertir las especies de animales - en este caso, domésticos - en una galería de arquetipos reconocibles. Los siameses son, en ese sentido, el triunfo animado de Wilfred Jackson, Hamilton Luke y Clyde Germini, responsables de dirección y también audaces, al lograr la primera película del estudio en CinemaScope.
No es la película, en mi opinión, más original o elevada del estudio en esa época, tampoco la que contiene los diseños más atrevidos y admirables, pero esto no es tanto un reproche como una clarificación del altísimo nivel que alcanzó Disney en los años cuarenta y cincuenta. Dicho de otro modo, a mi me parece irresistible y divertidísima, pero esto llegó a ser el mínimo exigible para el grupo de animadores liderados por Disney en su esplendor.
Así las cosas, esta película propone el amor y la aventura como socios íntimos y la domesticación como un destino, en el fondo, esperable por cualquier pareja, que sabe que tras el vértigo tendrá que llegar la Navidad, las actividades conjuntas y, quizás, la descendencia.
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