Son tres los westerns que este año han llegado demostrando una cierta revitalización de un género que lleva muriendo desde los años ochenta. Uno es el espléndido ‘Slow West’ (id, John MacLean, 2015), de otro hablaremos más adelante, coincidiendo con el estreno de otro western protagonizado por Kurt Russell en manos de un mediático director, y el tercero es el presente ‘Deuda de honor’ (‘The Homesman’, Tommy Lee Jones, 2014), segundo largometraje para el cine de su director, nueve años después de su espléndida ‘Los tres entierros de Melquiades Estrada’ (‘The Three Burials of Melquiades Estrada’, 2005).
El nuevo y apasionante trabajo de Lee Jones tras las cámaras toma como base una novela de Glendon Swarthout, de quien ya se había adaptado tres obras dentro del género: ‘El séptimo de caballería’ (‘7th Cavalry’, Joseph H. Lewis, 1958), que narra el viaje de un hombre que debe recuperar el cuerpo del general Custer tras su muerte; ‘Llegaron a Cordura’ (‘They Came to Cordura’, Robert Rossen, 1959), que narra la incursión americana en territorio mexicano para atrapar a Pancho Villa; y ‘El último pistolero’ (‘The Shootist’, Don Siegel, 1976), que narra los últimos días de un legendario pistolero. ‘Deuda de honor’ conserva no pocos paralelismos, obviamente, con las citadas.
Es ‘Deuda de honor’ un film que posee tantos tonos y sorpresas narrativas, tan vagabundo en su trama, que resulta difícil —y me alegro profundamente de ello, a ver si tiramos de una vez las dichosas etiquetas— encuadrarla dentro del drama, o del propio western en sí —Tommy Lee Jones, a pesar de ser un gran admirador de ‘Sin perdón’ (‘Unforgiven’, Clint Eastwood, 1992), de la que aquí se hace algo de eco, no está de acuerdo en considerar su película un western—. En su momento Paul Newman tuvo los derechos para dirigir la adaptación, pero ningún guion le convencía y, tras años, abandonó la idea. Nunca sabremos qué habría salido de ahí, pero lo que sí es cierto es que era un material perfecto para las inquietudes y el estilo del Newman director.
(From here to the end, Spoilers) Hilary Swank —en una de esas interpretaciones perfectas para Oscar— da vida a Mary Bee Cuddy, una mujer de 31 años con una vida muy solitaria en el medio Oeste —la acción da comienzo en Nebraska en 1855—, en una zona aún en crecimiento, un lugar casi de pesadilla en el que tres mujeres perderán completamente la razón tras haber muerto sus hijos reciñen nacidos. Cuddy es elegida para llevarlas hasta Iowa a un lugar de recuperación. El viaje, que ocupa prácticamente toda la película, será arduo y peligroso, encontrando a un extraño aliado al que la decidida mujer salva de morir ahorcado: George Briggs, personaje para un impresionante Tommy Lee Jones.
‘Deuda de honor’ —un título español comercial, que le hace un flaco favor al film— hereda formas clásicas reconocibles sobre todo en lo temático. Cualquiera puede ver el paralelismo con ‘Caravana de mujeres’ (‘Westward the Women, William A. Wellman, 1951); pero su construcción, su estructura es totalmente moderna, con Eastwood como único elemento clásico en su forma. Si bien mantiene un muy evidente respeto por el género, la película es terriblemente actual por varios motivos. No sólo en su narración, que parece juguetear con el recurso del flashback sin llegar a utilizarlo, dando una sensación de pesadilla, sobre todo al inicio, única; también en ciertas cuestiones argumentales, que nos pilla a todos totalmente por sorpresa.
La locura de la vida
En 1960 Alfred Hitchcock hizo temblar a medio mundo con un cambio en el punto de vista al quitar de la trama al que suponíamos su personaje principal en ‘Psicosis’ (‘Psycho’). En ‘Deuda de honor’ echan mano de la misma táctica logrando algo inesperado, transmitir al personaje de Briggs algo del pensamiento femenino del de Cuddy. Se ha tildado este western de feminista, en el buen sentido de la expresión; lo cierto es que tal término, como muchos otros, comienza a ser prostituido sin ton ni son —las redes sociales son maravillosas para ese tipo de ejercicios—, pero sí es cierto que la postura del personaje de Swank, sumado al hecho de que debe cuidar de tres mujeres enfermas mentalmente, es algo novedoso hasta cierto punto.
Sus particulares sueños quedan patentes desde el inicio del film, una de las más patéticas, por triste, peticiones de matrimonio que se hayan visto en una pantalla. Me recordó al personaje de Rossana Arquette, mucho peor tratado, en ‘Silverado’ (id, Lawrence Kasdan, 1985) aspirando a casarse con un buen hombre con el que mantener una bella tierra, pensando sobre todo en el futuro. Dejando a un lado polémicas sobre mensajes conservadores —lo cual sería muy simplista—, el film se atreve con un tramo final, con Cuddy totalmente ausente de la ecuación, estirando su pensamiento hacia los actos y decisiones de Briggs, uno de esos hombres eternos del universo del western, en el que la figura de la mujer no siempre ha tenido el tratamiento que merecía.
La odisea en busca de la cordura, del salvaje oeste al civilizado este —algo que se va viendo paulatinamente en el film—, un viaje de terror al revés, y que guarda la ironía de cuanto más cerca de la civilización, más hipocresía, más egoísmo y mayor diferencia social entre las personas. Así momentos como el de James Spader como dueño de un hotel alrededor del cual ya están asignadas parcelas en propiedad, muestra cuán malvado puede ser un ser humano que se llama a sí mismo civilizado. La venganza posterior es tan lógica y coherente como reprochable a los ojos de la misma civilización. Meryl Streep termina de redondear lo extravagante de los personajes secundarios —atención al episodio en el que Briggs debe recuperar a una de las mujeres huidas—.
Secundarios tan extraños como los principales, que hacen temblar la tradición del género al dar voz y voto a personajes que normalmente no lo serían en un western. Aquí no hay héroes ni pistoleros rápidos con el revólver, que resolverán el problema. Aquí hay personajes cercanos a esa locura que padecen las tres mujeres, tan enfermas como terribles y descriptivos son sus silencios. Seres solitarios como Cuddy, que aceptará su destino de la forma más terrible; o Briggs, que se consuela con whisky mientras anima las noches con viejas canciones. Uno no encontrará su lugar en el mundo, el otro prefiere olvidarlo y ser olvidado, como bien muestra el desesperanzador plano final. La música de un inspirado Marco Beltrami —con un uso de cuerdas y vientos que pasan de lo terrorífico a lo triste en un abrir y cerrar de ojos— y la fantasmagórica fotografía de Rodrigo Pietro —que otorga al film el carácter de alucinación— logran llevarnos a un lugar entre el olvido y la muerte.
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