Bien sabido es que el gran David Lean quería viajar. Era una de sus necesidades vitales. Conocer mundo. No se sabe si por eso sus producciones más famosas no solamente tuvieron lugar muy lejos de su Inglaterra natal, sino también del Holluwood que le pagaba su salario y le ofrecía proyectos. Así, conoció Arabia, España, India, China… Hoy en día sus películas, algunas de ellas lo que suele llamarse “grandes clásicos”, son el paradigma de gran producción capaz de no olvidar a los personajes que las habitan, ofreciendo importantes radiografías psicológicas.
Para muchos su obra cumbre es ‘Lawrence de Arabia’, la compleja y tortuosa epopeya del oficial británico T.E. Lawrence, que le valió su mayor éxito económico y crítico, en un “tour de force” casi bíblico, pues su rodaje fue interminable. Para otros alcanzó cotas de gran lirismo con ‘Doctor Zhivago’, la triste historia de ese extraño poeta ruso. Algunos, muy pocos, defienden ‘La hija de Ryan’ como su gran e incomprendida obra maestra. Yo por supuesto, no comparto esa opinión. Entiendo perfectamente su fracaso comercial. Y hay algo que me cabrea profundamente de ella.
Parece mentira. Lean, un inglés muy inteligente, pero un inglés profundamente inglés, con todo lo que eso significa de soberbia, altivez y cabezonería (especialmente agudo cuando se mezclan con la clase y el dinero, como es el caso), se impregnó a la perfección del espíritu árabe en ‘Lawrence de Arabia’, y pareció comprenderlo muy bien, tanto en sus virtudes, que no son pocas, como en sus defectos, que son bastantes. El respeto y el amor por una cultura tan ajena a él mismo, a sus raíces, se palpan en cada fotograma, en cada secuencia. De hecho, muy al contrario de lo que ocurre en la estupenda ‘El puente sobre el río Kwai’, no hay el menor rastro de venganza cultural como la que supone que los ingleses sean capaces de construir un puente que los japoneses no consiguen levantar con finura.
La crítica a la autocomplacencia y la dureza de los mandos británicos, también presente en aquélla, aquí se vuelve más furibunda, con esa crónica despiadada de cómo Inglaterra y sus secuaces se seguían repartiendo el mundo durante la primera guerra mundial, y preparando el camino para la segunda, de paso. De todos ellos, Lean se queda con ese desgarbado soñador que lleva el corazón roto en la solapa de su arrugado traje de oficial, o el alma perturbada en su disfraz de árabe. Pero otorga la mayor y más noble personalidad al árabe Sherif Ali, interpretado con fuerza indescriptible por el inigualable Omar Sharif, y la mayor sabiduría y serenidad al príncipe Feisal, encarnado con emotiva convicción por Alec Guinnes.
Y aún supo empaparse de la cultura rusa, de su desazón y sensibilidad, en la hermosa ‘Doctor Zhivago’, incluso mejor que con los árabes. Ahí están las contradictorias ideas rusas, su trágico destino político tratado con solemnidad, el sentido de pérdida, el desarraigo, la poesía. ¿Por qué entonces este hombre fue absolutamente incapaz de hacerles justicia a sus primos irlandeses, los cuales tienen mucho más en común con él, por el sólo hecho de que están más cerca geográfica y culturalmente, que los árabes o los rusos? Es algo desconcertante. Esta historia centrada en un pueblecito irlandés, en sus gentes y carácter, fracasa absolutamente, evidenciando la incomprensión de su director hacia las gentes de la isla esmeralda.
Pero ahí estaban todos los ingredientes para una gran película. De nuevo se trabaja sobre un libreto del genial Robert Bolt, de nuevo la fotografía corre a cuenta del sin par Freddie Young (que ganaría con toda justicia su tercer Oscar consecutivo a las órdenes de Lean, en otro trabajo sublime), de nuevo otro paraje (los acantilados y las gigantescas playas irlandesas) que describe el estado anímico de los personajes. Y de nuevo la música, que ya suena repetitiva, de Maurice Jarre. En el reparto, un maduro pero imponente Robert Mitchum, y una grácil y atormentada Sarah Miles.
Pero la historia no acaba de funcionar. Lean comprende mucho mejor al gélido oficial inglés (cómo se parece Christopher Jones a Peter O’toole..) que a los habitantes del pueblo, que para él no parecen otra cosa que una panda de borrachos protestones y furibundos, rebeldes contra los ingleses, pero sin darles nunca la razón. De hecho, Lean parece justificar la ocupación británica, tan injusta, cruel y brutal como todas las suyas. En comparación con los sucios, estúpidos, burdos irlandeses, les da alguna oportunidad a los estirados ingleses. O al menos se siente más cercano a ellos, a su enconada lucha por conquistar el mundo, a los sufrimientos que esto les acarrea..
Tenemos a ese cura (cómo me gusta Trevor Howard, aunque su papel es facilón) carismático y gruñón, y al retrasado mental (inmenso John Mills, aunque a mí los papeles de retrasado ya no me impresionan tanto como antes), pero falta verdad. Todo parece un esquema lleno de mentira. El tratamiento al conflicto del Ira es banal, infantil, y el concepto irlandés no se ve ni por asomo. Tengo algo de sangre celta, aunque no por entero, y me cabrea esa condescendencia, esa radiografía tan vaga e imprecisa de un pueblo que merecía un director que les comprendiera más y mejor. Hablábamos de David Lean, carallo…
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