Pasar de arruinar, casi por completo y para muchos aficionados, una de las sagas más importantes de la ficción científica, a dirigir uno de los thrillers más importantes y recordados de los años 90, tiene que ver con varias cosas, y posiblemente la menos importante de ellas sea el propio David Fincher, quien entre ‘Alien 3’ y ésta no parece haber cambiado o reformulado sus ideas sobre su oficio. Da qué pensar si este hubiera sido el primer título en la filmografía del director, con ese aura mítica que otorgamos siempre a las óperas primas deslumbrantes. Como en ‘Citizen Kane’ (Welles, 1941), que recogía todos los avances técnicos y tramáticos de su época, para cristalizarlos en un todo, en mucha menor medida ‘Seven’ aglutina, condensa y reformula todas las constantes y afinidades plásticas del thriller y el drama policiaco para crear algo más allá, mil veces imitado desde entonces. ¿El neo-thriller?
El thriller, más que un género, es un tono siniestro en el que se desarrollan los relatos de asesinos sanguinarios, de crímenes atroces, pero también de personajes superlativos que escapan a las leyes de la naturaleza y de la razón. En el thriller el objetivo es provocar la tensión máxima en el espectador, ya que to thrill significa emocionar, entusiasmar, y el nombre thrill significa estremecimiento. No hay duda de que ‘Se7en’ cumple con ésta definición en grado superlativo, pues es el thriller más espeluznante de la década, y no sólo eso, además un discurso apocalíptico que desmenuza sin compasión los clichés del cine policiaco y a una sociedad moribunda, desquiciada, estéril.
No sólo el cine policiaco, sino las películas de las parejas imposibles de polis (cuya moda empezó en la década anterior), la investigación hiperbólica de asesinatos (que alcanzó el cénit la década posterior con la serie de televisión ‘C.S.I’), el cine negro oriental estilizado y sonámbulo, incluso el cómic noir de vena más salvajista, se dan de la mano en ‘Se7en’. En aquel momento no se podía ir más lejos, y hasta los títulos de crédito finales, que pasan en dirección contraria a los habituales, significan una voluntad de reinvención. Cuatro años después de la extraordinaria ‘El silencio de los corderos’ (Jonathan Demme), ‘Seven’ va lo más lejos posible sin caer en la parodia, con un psicópata que es más un ángel exterminador cumpliendo una misión divina, que un loco de morbosas compulsiones insatisfechas.
Además, ‘Seven’ propone una revolucionaria y no siempre valorada en su mérito, forma de entender la postproducción. Lo entenderá bien el que haya visto los extras de su magnífica edición en DVD. Por supuesto que antes de ella las técnicas de digitalización del negativo ya habían empezado a dar sus frutos, pero esta película significa un gran logro plástico (entornos, cinematografía, decolorados, re-encuadres…y un largo etc), integrado en una narrativa muy personal, que se ha convertido en un clásico del género. De ahí la importancia de la transformación de la imagen de esta película (ese final en un terreno ocre, que fue filmado en un ambiente verde y lleno de vida, esos interiores influenciados por ‘Klute’ (Pakula, 1971)) en algo que adquiere rango estético por la integración absoluta de las decisiones de la fotografía y el diseño de producción en el estado anímico y el viaje emocional de sus personajes.
En esto gran parte de la responsabilidad recae en el genial operador Darius Khondji, que encuentra una complicidad total con el director a la hora de estilizar hasta la abstracción esta historia en los límites de la sordidez y lo siniestro. Los objetivos Primos de su cámara proporcionan una textura muy realista y urbana a este largometraje, además de otorgar a sus secuencias de acción un aspecto muy inmediato y vibrante. Así mismo fue muy inteligente el uso, por parte del operador y el director, del formato Super35 mm (con una cámara Aaton para los planos cámara en mano tremendamente expresiva), con un ancho de negativo mucho mayor que permite reinterpretar en postproducción la planificación. Khondji llevó aquí al máximo, en el trabajo que le hizo estrella, el empleo de impresión technicolor conocido como ENR, que retiene las partículas de plata del negativo, proporcionando una imagen de gran contraste con negros muy intensos. Ahí están esos negros, en los planos cortos de la película, como quizá nunca se habían visto hasta entonces en una pantalla de cine.
Fueron programadas 12 ó 13 semanas de rodaje, con jornadas de 18 a 20 horas…Entornos de trabajo de filmación siempre lluviosos (que hacían que L.A. pareciese New York o Filadelfia, convirtiéndose en una ciudad sin nombre), interiores con humos eternos que provocaron una tos crónica en los miembros del rodaje…Todo eso se palpa en la pantalla. Se huele la influencia de la película de Pakula y de ‘French Connection’ (Friedkin, 1971). Este guión demencial de Andrew Kevin Walker exigía quizá una experiencia en rodaje tan agotadora y claustrofóbica como los sentimientos que desean provocarse en el espectador. Muchos se quedarán con la lógica retorcida y finalmente incoherente de esta trama enrevesada y apasionante que nos conduce sin pausa y sin piedad por un pesadillesco túnel dentro de siete asesinatos basados en los pecados capitales. Otros podemos relativizar el alcance de su historia y adentrarnos más en la riqueza de sus personajes y en la insuperable puesta en escena que los acompaña.
Es gratificante observar el mimo de Fincher en cuidar a David Mills (solidísimo Brad Pitt) y William Somerset (espléndido, como acostumbra, el gran Morgan Freeman), dos personajes elaborados que resultan antagónicos, como dos caras de una misma moneda. Baste observar sus primeras secuencias por separado. Comenzamos con Somerset, que es un detective hastiado y casi sin energía vital, en su pulcritud, poniéndose su chaqueta (de la que recoge un pelo…), respetando el escenario de un crimen pasional. Al quedarse dormido (empleando para ello un metrónomo) comienzan los famosos títulos de crédito (una soberbia pieza de video arte que anticipa el tono, el aspecto visual y la oscuridad del relato), que bien podrían ser una pesadilla premonitoria del propio Somerset…o una pesadilla del propio Mills, pues al terminar los créditos, se despierta el personaje de Pitt.
David Mills se despierta. Toma café, no como Somerset, que lo tiró al fregadero en su secuencia inicial (y luego lo desdeña cuando se lo lleva al escenario del primer crimen que comparten), elige su corbata de entre varias arrugadas (al contrario que la de Somerset). Una vez se conocen, comienzan a hablar en la calle. Somerset camina tranquilo entre la riada de gente que anda en dirección contraria a ellos, mientras que Mills tiene que ir esquivándolos y termina chocando con alguno. Somerset mantiene la calma, pero a Mills se le ve tenso. ¿Qué expresa Fincher con esta puesta en escena? La comodidad de Somerset en ese ambiente opresivo y el hecho de que Mills no está preparado aún para soportarlo. Esto es una puesta en escena brillante, y la presentación y confrontación previa de ambos personajes en su intimidad es una presentación excelente de personajes.
Este dúo protagonista, y las motivaciones derivadas de su personalidad, son el motor verdadero de una historia que podría haber resultado mucho más predecible y monótona con unos actores menos entregados, y un director no tan pendiente de sus rostros. La aparición final de Kevin Speacy como ese ángel de la muerte indestructible, es una creación escalofriante de un intérprete singularísimo, guiado con astucia por Fincher, que le empuja a un gran esfuerzo en el clímax final. En él la sorpresa tiene el valor de la catarsis, la transformación del policía en asesino y del psicópata en mártir (un iluminado, casi, dispuesto a limpiar con su talento creativo y carnicero, a la Tierra de los ‘impuros’, los inmerecedores) arrancando del espectador las últimas gotas de seguridad que podían quedarle.
La conclusión deja un sabor amargo en el paladar, como una cumbre emocional que no es la esperada pero que aún así se agradece por el descanso ante tanto horror. El montaje, magistral, de Richard Francis-Bruce; la música, vanguardista y fuera de parámetros, de Howard Shore, se han encargado de despojarnos de toda esperanza, nos han sometido a la prueba más dura. El cine recobra su capacidad para convertir los terrores de la sociedad del presente en una ficción, que es una parábola de la inseguridad ciudadana, de la imposibilidad de las fuerzas del orden para sofocar el lado siniestro de la humanidad. El ‘mal’ y el ‘bien’ se funden en un instante, indisociables. Ya no hay luz ni tinieblas, sino todo lo contrario.
Fincher se redime con una película que es todo lo contrario a ‘Alien 3’: sólida, bien escrita, sugerente. Por fin puede dar rienda suelta a su personalidad, abarrocando con sobriedad inusitada los recovecos truculentos de una trama imposible, planificando a lo Welles, a lo Ray, dando un salto de gigante en una filmografía que se adivinaba mediocre, prescindible. Quizá ‘Se7en’ no sea la obra maestra (qué expresión tan manida, anhelada y desaprovechada) que muchos pretenden que sea (otros no), pero no importa. Su intensidad, su expresividad netamente cinematográfica queda ahí, como uno de los ejemplos de género más auténticos y sorprendentes en muchos años de cine. Fincher se había hecho autor a base de detallismo y pasión.
Convertido en director estrella, sus próximos movimientos serían más dificultosos y resbaladizos de lo que quizá él mismo hubiera imaginado. Pero la vida artística nunca fue un camino de rosas para Fincher, aunque muchos puedan creer equivocadamente que sí...