Que una personalidad señera del cine norteamericano de ahora mismo, como es el caso de David Fincher, se arriesgue con una película tan polémica y poco taquillera como ‘Fight Club’, sobre todo teniendo en cuenta la política de cajeros de banco que Hollywood sigue hoy día a rajatabla, pues no es cosa baladí. Por eso se puede comprender, aunque matizándolo, un movimiento más conservador, más sobre terreno conocido, como el posterior ‘Panic Room’ que nos ocupa hoy.
“Run for cover”, lo llamaba a eso el maestro Hitchcock. En otras palabras, un proyecto manejable, siempre interesante pero quizá no tan personal como el inmediatamente anterior, que fue mucho más problemático y mucho menos rentable. Sin embargo, y a pesar de que todo parecía a priori más manejable, los problemas en rodaje volvieron a repetirse, con dolorosos cambios en el reparto y en el equipo técnico. Parece que a Fincher le persiguen las desgracias, y quizá por eso sus rodajes se han ido espaciando después de ‘Fight Club’. Al menos, con esta, consiguió un buen éxito económico. Pero…¿estético?
Comenzamos con otros impresionantes títulos de crédito, y con otra partitura musical a cargo del gran ambientador Howard Shore. Parece que regresamos a territorios anteriormente explorados, y que nos van a dar un drama criminal intenso y sorprendente. Y lo cierto es que ‘Panic Room’ consigue buena parte de lo que se propone, aunque por algún motivo no llega a entusiasmar. El conjunto es brillante, incluso intenso e inesperado, con leves arritmias. Pero no llega a implicarnos totalmente, y en la conclusión algo nos falta. Veamos por qué.
Inicialmente la dirección de fotografía iba a correr a cargo de otro conocido, el a menudo genial Darius Khondji, pero resultó despedido a poco de iniciarse el rodaje, pues al parecer los ejecutivos de los estudios (esa plaga intelectual de nuestros días) alegaron que le llevaba demasiado tiempo preparar las tomas. Tomó el relevo Conrad Wynn Hall (hijo del legendario, y ya fallecido, Conrad L. Hall), quien se limitó a asegurarse de que el resto de la fotografía principal no chirriaba con lo ya filmado (y debe ser su mejor trabajo, porque después de esto no ha hecho nada destacado). La imagen de la película no se resiente lo más mínimo, y posee la fuerza visual, muy por encima de la media, así como el ingenio con los encuadres, que podemos suponerle a Fincher.
También los actores, tanto la siempre sólida Jodie Foster, el gran Forest Whitaker, un hiperactivo Jared Leto, y los menos conocidos pero sugerentes y verdaderos Kristen Stewart y Dwight Yoakam, componen un grupo de rostros sin fisuras. El toma y daca entre ladrones y acorralados (gran montaje, otro más, de James Haygood, ayudado por Angus Wall) está mostrado con coherencia y sin prisas, en una historia sobria. Fincher se detiene, con inteligencia y sensibilidad, en largas secuencias que nos muestran acciones físicas (como taladrar la pared, para introducir gas en la habitación acorazada) que nos parecen verídicas. No notamos falseo.
El juego se agota mucho más tarde que en ‘The Game’, pero se agota. Sin embargo, la revelación de Raoul como el verdadero villano de la función (un auténtico psicópata, en realidad), consigue electrificar de nuevo el relato. Lo malo es que esta decisión, que es una trampa de guión en toda regla, al mismo tiempo que inicia un segmento más oscuro y violento que el anterior, hace más visibles las debilidades anteriores. Quizás el relato hubiera necesitado un Raoul desde el principio, y la tensión que aporta. La pregunta es: ¿habrían sabido mantener dos horas de película con Raoul presionando a Burnham desde un principio? Da la impresión de que estaban jugando al gato y al ratón con el espectador, y no entre ellos, y de que tenían las cartas marcadas.
Al menos la historia previa de Meg Altman podría haber revestido de mayor interés, o haber dotado a ese personaje de algo más que del proverbial talento de Foster. O el giro que supone la brutal muerte de Junior podría haber supuesto un giro emocional más importante para el espectador. En lugar de eso, asistimos a un espectáculo de suspense de primer orden, pero gélido como un artefacto prediseñado, predigerido, que sabe dónde dar al espectador para cumplir la asignatura, pero que en ningún momento ofrece un punto de vista personal sobre el miedo de la sociedad actual, y las herramientas inefectivas que emplea para ahuyentarlos.
Porque la oportunidad para diseccionar esos miedos, esa indefensión que no puede curar el dinero ni la tecnología, era quizás única, tratándose de un director capaz de hacer regresar los temores de los siete pecados capitales a la vida de la gran urbe, y haciéndonos estremecer. Pero de ese estremecimiento violento, sólo hay migajas, y de esa disección, sólo una tangencial muestra, coartada por la servidumbre a un esquema preestablecido que se revela incapaz de trascender. Por ejemplo la magnífica secuencia de la llegada de los policías, o la del vecino con el que quieren comunicarse. Un relato de esta ambición exigía menos cálculo y más ir abriéndose de forma paulatina hasta abarcar algo más que una reflexión tan pobre.
El talento de Fincher para el suspense ya había quedado más que probado anteriormente, así como su habilidad para la atmósfera. Pero su Mundo de Tinieblas particular podía haber contado con dos películas muy importantes que habrían sido su retrato de la sociedad contemporánea, con ‘The Game’ y ‘Panic Room’. Y aunque la segunda es sensiblemente superior a la primera, todavía le faltaba su gran película en ese sentido. Cinco años después volvería a intentarlo con la que quizá es su película menos comprendida. Y es que no debe ser nada fácil ser David Fincher, e intentar firmar películas personales.