‘Cyrano’, la nueva película de Joe Wright de estreno el 11 de marzo, está basada en la adaptación musical de Erica Schmidt de la obra ‘Cyrano de Bergerac’ de Edmond Rostand de 1897. No es la primera ni será la última y esta nueva versión recoge el testigo de las películas sobre el personaje, tanto la de 1950 protagonizada por José Ferrer y la de 1990, por Gérard Depardieu. Esta es un particular refundido de otras, dotando de melancolía trágica a su esquivo ángulo de comedia de época.
Hay un conjunto de decisiones que hacen de esta nueva adaptación una propuesta extravagante. Por momentos tenemos un tono solemne de musical de Tom Hooper –más ‘Los miserables’ que ‘Cats’, pero no por muchos palmos– y por otro una vuelta a esas producciones cebo para los Óscar atemporales por las razones menos adecuadas, con ‘Shakespeare enamorado’ a la cabeza pero con ciertos ingredientes que parecen añadidos por consejos de Big Data.
Que el éxito de comercial ayuda a cincelar los proyectos y la cultura de cada época es algo que tenemos asumido e interiorizado, pero a veces el resultado del diseño a raíz de corrientes concretas que se suman en un cauce ofrece un conjunto de ideas improbables que en ‘Cyrano’ se tornan en una esquizofrenia entre la solemnidad academicista desesperada por estatuillas y un atrevimiento más colorista que trata de salir adelante entre el seductor eco de los números de visionado en streaming de ‘Los Bridgerton’ o ‘Hamilton’.
Dinklage al rescate
En esta versión de ‘Cyrano’, el homónimo carece de la habitual larga nariz de caricatura para convertir a Dinklage en una versión más plebeya de Tyrion en constante pugna contra los hombres que lo subestiman o se burlan de él por su altura mientras encaja en la historia más antigua del mundo, cuando uno está enamorado de alguien que ama a otra persona. Aquí Roxanne anhela el amor verdadero y rechaza casarse con el grotesco Duque De Guiche por su dinero.
Mientras, cae rendida ante el rostro de un nuevo recluta del ejército, Christian de Neuvillette (Kelvin Harrison Jr.), y su devoto mejor amigo de la infancia, Cyrano, languidece sin ser correspondido en un segundo plano, y además interviene para escribir cartas de amor solicitadas por Roxanne, que quiere vivir la pasión del cortejo de un hombre guapo que carece de la habilidad necesaria, y el enano accede en secreto buscando comprobar si al menos, su espíritu y no su físico está a la altura de su amor.
El tropo incombustible del romance a tres bandas instiga la acción dramática y hay suficientes elementos de enredo cortesano para que la experiencia de Wright en obras basadas en libros en el siglo XXI como ‘Orgullo y prejuicio’, ‘Expiación’ o ‘Anna Karenina’ hagan funcionar la entropía crítica de la historia, confirmando las razones por las que el personaje ha perdurado durante décadas sigan siendo válidas más de un siglo después.
Pero hay un pequeño impedimento para que ‘Cyrano’ realmente esté a la altura. Cada vez que parece que la narrativa está despegando, alguien empieza a cantar. Y es solo en esos momentos (demasiados) en los que recordamos que es una versión del musical de 2018. Lo peor es que el guion de Erica Schmidt tiene tramos muy bien escritos, que logran dar un aura de cuento de hadas para adultos a la historia, pero las canciones del equipo de Bryce Dessner y Aaron Dessner interrumpen el sentimiento de los personajes en interludios inoportunos y olvidables.
Un musical donde lo peor son... los numeros musicales
Hay una idea de lo que podría haber sido la película con una dirección creativa diferente. Incluso con la voz más pobre del elenco, la actuación de Dinklage es siempre interesante. Pasa de su vis cómica ingeniosa a la pasión o la amargura del rechazo, transmitiendo su dilema interno desconsolado con una gran dignidad que se torna en heroísmo con algunas secuencias de acción, en las que aporta una energía feroz y una cualidad de ballet a algunas de las coreografías de lucha.
Ciertas decisiones de la historia reinciden sobre el “pagafantismo” de Cyrano hasta un extremo que no cuaja con lo humanamente aceptable y a veces el timón gira más hacia una tragedia de Victor Hugo, otras hacen parecer que falta una bobina entera de película, como cuando un trío de soldados condenados cantan "wherever I fall", en la víspera de una batalla, como si ese momento fúnebre compartido se hubiera ganado en algún momento.
Es sintomático que los mejores momentos de ‘Cyrano’ tengan lugar casi en silencio, cuando las miradas de los amantes, conscientes o no de su amor, dice más que la mayoría de números musicales, algunos ridículos, otros mohínos, y nunca tan atrevidos como se les presupone, dejando la película en un esbozo que pide a gritos a algún alumno aventajado de Baz Luhrmann o con la frescura de ‘Dickinson’ de Apple, y no a un profesional esforzado al que se le notan demasiado las dificultades por respirar fuera de su estanque natural.
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