...Amor mío, nunca te he querido.-Cyrano
Hay películas que se quedan muy atrás de su original literario, sean fieles a él o no. Esas películas les dan la razón a los que opinan que el cine es un lenguaje muy inferior a la literatura. Si embargo hay otras que, sea el original muy popular pero también sea el original de gran calidad, lo trascienden con mucho y lo reducen a un mero borrador. El ejemplo perfecto para el primer caso, pues la novela no era nada del otro mundo aunque Mario Puzo se hizo millonario con ella, sería ‘El padrino’, y el ejemplo perfecto del segundo sería la adaptación que del texto teatral de Edmond Rostand llevó a cabo Jean-Paul Rappeneau en 1990, originando una obra de arte que fue elegida por los profesionales franceses como la mejor película gala de todos los tiempos, y que a día de hoy no es que se mantenga tan joven como entonces, sino que su belleza aumenta con los años.
Excepcional obra maestra, por tanto, de abrumadora sencillez y dirigida con aplastante humildad, pero con pasión ilimitada, por Rappeneau, que firma una película que parece escapada de otro tiempo, de otra época, no sólo de la historia del cine, sino de otro siglo. Y, sin embargo, absolutamente moderna y de vigencia estética incontestable. Es decir, que guarda un equilibrio formal casi milagroso, exclusivo de un muy reducido ramillete de cineastas, y que además goza de un ritmo interno y de otro externo, ambos en crescendo, que debería avergonzar a todos los wachowskis habidos y por haber (y hay muchos), pues demuestra que ese rasgo estético, el ritmo, el más difícil de dominar por un director, y el que más secretamente condiciona la experiencia del espectador, no se basa en el montaje o los cortes, sino en la verdad de la puesta en escena.
Antológica secuencia inicial
No me importa repetirme, porque la ocasión lo merece: bloques como este están al alcance de muy pocos, y no solamente por su escenografía, su fotografía o cualquier otro elemento meramente plástico, que son factores en los que más se fija el espectador menos perspicaz, sino esencialmente por su tratamiento del tiempo, del ritmo interno (es decir, el ritmo de los personajes y del espectador), en claro contraste con su ritmo externo (el ritmo visual). Su trama es sencillísima: durante la representación, en el Hôtel Burgundyde, de ‘Clorise’, a cargo del temible Montfleury, conocemos a Christian de Neuvillette (el siempre apuesto Vincent Perez), que busca entre la nobleza a su amada Roxanne (guapísima y elegantísima Anne Brochette), prima del famoso poeta y espadachín (y soldado) Cyrano de Bergerac, que primero interrumpe la obra por considerarla nefasta (y por su odio a Montfleury) y después cede a las provocaciones del gomoso Vizconde de Valvert, que pretende a Roxanne, y al que matará, aunque casi en un larguísimo duelo durante el cual Cyrano improvisa una balada.
Estos son los hechos, claro, transcritos como por un taquígrafo. Pero hay mucho más. Primero, Rappeneau no toca ni una coma del original y respeta los versos que forman los diálogos, en solitario o a dúo. Segundo, desde el primer plano su recreación histórica no se limita a un diseño de producción magistral, casi alquímico, si no que se traduce en un viaje en el tiempo basado en estudio de caracteres, de tipos, de rasgos de carácter, que logran el milagro de regresar varios siglos y de encontrarse en una época bien definida, cosa que muy pocas películas de época consiguen, especulando sobre todo en cuanto a los usos y costumbres, y llegando casi todas ellas al lugar común preestablecido. Pero Rappeneau se zambulle en la cultura del siglo XVII como si hubiera vivido allí, y nos lo deja claro con todo su impresionante grupo de actores, que dejan de ser actores para vestirse de historia.
Y Depardieu llena la pantalla con la interpretación más enérgica y vitalista que recuerdo haber visto en una pantalla. Imposible no enamorarse de él y de su personaje. ¿Acaso no somos nosotros mismos los que interrumpimos la penosa perorata de Montfleury, o los que desearían hacerlo, como él? ¿Acaso no nos encantaría enfrentarnos a la platea ignorante y demostrarle cuan por encima volamos sobre ella? Y además, somos Cyrano cuando humillamos al noble arrogante y abyecto, cuando le damos un repaso a su ignorancia y le vencemos con la espada. Pero principalmente cuando además de todo eso, demostramos nuestro talento lírico improvisando unos versos sublimes.
El narigudo enamorado
Pero de versos sublimes vamos a terminar extasiados cuando Christian y Cyrano se unan en la hazaña de conquistar a la voluble y delicada Roxanne. Se conocerán en una divertidísima secuencia en la que Christian, harto de la bravuconería de los gascones, intente provocarle refiriéndose a su enorme nariz, y se lanzarán a una aventura romántica que ha sido mil veces imitada, pero nunca ha sido tan hermosa. Christian es hermoso, y Cyrano posee un ingenio inigualable. Formarán equipo para derretir el corazón de Roxanne. De hecho, hasta entonces nadie había entendido la poesía como lo que es: el preludio sexual más poderoso. Porque preludios sexuales son los paroxismos emocionales que siente Roxanne al leer los versos, y sólo con ellos puede su amante acceder a ella.
Pues tal como sucede en la bellísima secuencia en la que, bajo la lluvia, a la luz de la Luna, Cyrano finalmente habla por Christian y puede expresar sus propias palabras sin necesidad de escribirlas, ni de entregarlas transformadas por Christian, en esa secuencia, como decía, Roxanne no quiere hacer el amor porque previamente, en el patio, había fracasado con las palabras, y no estaba preparada para el amor. Sin embargo, Cyrano echa el resto, pronunciando las más bellas palabras de amor nunca escritas entre el aire nocturno más romántico que se imaginó para una película...y su usurpador por fin puede escalar la tapia para acceder al sueño que, según cree, él mismo jamás podría atrapar.
Pero no acaba todo ahí, aunque eso ya de por sí podría ser un relato cerrado y perfecto, sino que Rappenau, con Carriére, adapta cada uno de los actos de la obra de teatro original, y obtenemos el brillante acto del sitio de Arrás, donde los soldados españoles (qué gusto da verlo, por Dios…) les dan estiba de la buena a los franceses. Imposible sustraerse de la mítica en ese momento en que, con una flauta y unos versos, Cyrano retrotrae a sus hombres a los valles de Gascuña, ni al humor que se extrae del hambre y de las penalidades. Y en el acto final, ese en el que Roxanne por fin entiende todo, tiene lugar un anti-climax absolutamente anticomercial, pero arrebatadoramente lírico, que nos abandona con un poso de melancolía y de sentimiento de tiempo perdido.
Este bellísimo filme compitió en Cannes aquel año, como no podía ser de otra manera, aunque la ganadora aquel año fue ‘Corazón salvaje’, de David Lynch, aunque Depardieu ganó el premio al mejor actor y el equipo (en la persona del director de fotografía Pierre L’homme) fue premiado con el galardón de la Comisión Superior Técnica. La película partía como favorita en los Oscar, sobre todo el protagonista, pero sufrió un escandoloso trato por parte de la prensa, pues Depardieu, que en sus tiempos fue un golfo, parece que tenía antecedentes por haberse acostado con menores, y usaron eso para no darle el Oscar que, sin duda, merecía. Pienso que lo este gran artista hiciera no puede ser óbice para su reconocimiento, pero ya sabemos cómo funcionan las cosas en Estados Unidos.
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